Lo que es luz me mira y, gracias a esta luz, en el fondo de mi ojo algo se pinta…

-Jacques Lacan


En el contexto cultural de occidente ningún acto humano parece definirnos con más efectividad que el acto de ver.  A pesar de que existen otros 4 canales que nuestro cuerpo emplea para relacionarse con el mundo -el olfato, el oído, el tacto y el gusto- la vista parece preeminente en la definición de lo que entendemos como realidad. Sin embargo, si comparamos estos sentidos con los que poseen los animales, nos damos cuenta que existe una significativa disparidad entre ellos y nosotros respecto a la manera de percibir lo real. Algunas especies pueden percibir un espectro mucho mayor de olores y otras de sonidos. Algunos animales ven más colores o perciben con mayor nitidez a la distancia o capturan un radio más amplio del espacio. Lo que esta situación deja ver, inicialmente, es que el cuerpo que poseemos imprime su huella en la manera como percibimos el mundo.  Aun así, es necesario tomar en consideración que dicho cuerpo no puede existir por fuera del conjunto de representaciones culturales que lo atraviesan y lo constituyen, a tal punto que la imagen que poseemos del mundo no solo es efecto de la opacidad de nuestro cuerpo, sino que solo la vemos porque se proyecta sobre la pantalla que generan los códigos culturales que empleamos para hacer inteligible dicha imagen.

Convencionalmente suele decirse que si percibimos visualmente algo, entre nuestro punto de vista y el objeto en cuestión, está su imagen. Este triángulo perceptivo presupone que los seres humanos vemos el mundo desde un vértice incorpóreo, pero si consideramos la fisiología óptica del cuerpo y la física del comportamiento de la luz, nos damos cuenta que es al revés. Cuando concentramos nuestra vista en un objeto, éste actúa como un foco de luz que se proyecta sobre nuestro cuerpo, que funciona como la pantalla sobre la que se enfoca la imagen de tal objeto, de manera análoga a la proyección de una película. La imagen que percibimos del mundo emerge de la luz reflejada por los objetos, que pasa a través de nuestros ojos y desde su fondo se proyecta hacia el córtex cerebral en donde creemos estar viendo el mundo.1



Impulsos de ver

El psicoanalista Jacques Lacan fue consciente de la situación anteriormente descrita que lo llevó a realizar una argumentación adicional y es que dado que la imagen del mundo se crea dentro del cuerpo, el sujeto que la percibe, inconscientemente, se ve a si mismo como el límite de dicha imagen, inscribiéndose literalmente como parte de ella. En ese orden de ideas, Lacan llama la atención sobre el hecho de que los códigos culturales que hacen inteligible la imagen percibida han sido aprendidos por el sujeto y por lo tanto lo preexisten. Desde que nacemos entendemos que somos quienes somos bajo la mirada de nuestros padres y por eso buscaremos la mirada como un objeto en el mundo que nos determina. Por esa razón dice Lacan que la mirada es la experiencia subjetiva de ver en el campo de otro. Cada cosa que vemos ocupa el mismo lugar que ocupó en un momento la mirada y nos recuerda que lo visible responde a unas categorías previas a nuestra existencia en cuya configuración no participamos. Por eso puede decirse que el mundo es el que nos mira y no nosotros a él.2


Para ver es necesario que la luz que emana del mundo sea atrapada por una pantalla que es el aparato perceptivo del cuerpo, sin embargo, no se trata de un dispositivo ciego porque esa pantalla está estructurada además por todas las representaciones culturales que nos permiten ver. Esa es la razón por la cual se ha dicho que la visión está regida por un sistema normativo -similar al lenguaje verbal- que suele ser denominado como visualidad, que está constituido por el cruce entre la dimensión social de lo visual tanto como por la dimensión visual de lo social. Se trata de una red de significados que estructuran lo que puede llegar a ser socialmente aceptado como descripción del mundo. Dado que la pantalla atrapa la mirada del mundo sobre nosotros, tiende a domar sus efectos perturbadores acomodando lo que vemos a los códigos de esa visualidad normativa.3

Pero los seres humanos estamos gobernados por pulsiones, que son fuerzas involuntarias que nos empujan hacia ciertos objetos de los cuales a veces no logramos distanciarnos. En el campo visual parecería que ese objeto es la mirada y que lo que nos impulsa hacia ella es la pulsión escópica entendida como el deseo de ver. Por esa razón las prácticas culturales que abordan explícitamente la proximidad de la mirada, como es el caso del arte, pueden requerir de un desgarramiento de la pantalla -es decir del orden discursivo de la visualidad- para que el sujeto recupere el objeto de su pulsión escópica, para que no se defienda de él. A lo largo de la historia se pueden encontrar posturas artísticas que intentan pacificar la mirada, pero también, sobre todo en los siglos recientes, han emergido otras prácticas que buscan rasgar la pantalla o que simplemente señalan que algo o alguien más ya la rompió.


Lo real como pantalla

Al pensar en el tipo de prácticas artísticas que tienen por vocación rasgar la pantalla que detiene la mirada, resulta casi inevitable revisar la preeminencia del uso de la fotografía dentro del contexto del arte contemporáneo. Muchos de los discursos teóricos que han surgido del análisis de las imágenes fotográficas han hecho hincapié en la “naturaleza material” del vínculo entre la fotografía y la realidad capturada por la cámara.4 Algunos autores han dicho que ese vínculo tiene el estatuto de huella de lo real por lo que la han comparado con toda una rama de signos cuya relación con el mundo es la de una transferencia presencial. Es así como se ha señalado que la fotografía es análoga al reflejo de algo en un espejo, o es similar a la sombra de un objeto sobre alguna superficie o incluso que emana de la realidad como si de un olor se tratara. Este tipo de concepciones son las que sustentan el valor documental de la fotografía y la llegan a describir como un lenguaje cuyo código es inasible. Esa concepción de la fotografía como un “mensaje sin código” presupone que es tan ininteligible como la realidad misma si no se acompaña de un suplemento verbal que repita en un lenguaje articulado su connotación frente al mundo, que sería el papel que cumplen los pies de foto que suelen acompañar las imágenes fotográficas cuando son publicadas.5
 
Sin embargo, existen otras posturas teóricas que señalan que en toda imagen fotográfica existen aspectos suplementarios -que vienen a ser todas las características que rodean ya sea la toma fotográfica o el tratamiento que está recibe cuando es materializada- que actúan como principios connotativos que se convierten en una suerte de discurso legible en la imagen. Esos suplementos responden a distintos tipos de artificios que pueden llegar a hacer ver a la fotografía como una forma de ficción.

En su texto “La cámara lucida”, Roland Barthes se acerca a la argumentación que hace Jacques Lacan en torno a la mirada, para intentar establecer la manera como le otorgamos sentido a las imágenes fotográficas.  Él encuentra 2 elementos constitutivos de ese sentido que denomina studium y punctum.  El studium es descrito como una extensión del campo cultural o del saber del espectador que configura el sistema de signos mediante el cual la imagen viene a ser connotada. El segundo elemento, el punctum, emerge de la fotografía de manera intempestiva y sin que medie la voluntad del espectador, hiriendo el ojo y perturbando la red de signos que le daría sentido.6  De acuerdo a esta manera en que Barthes interpela las imágenes fotográficas es inquietante que él encuentre que no en todas se active el punctum.  En ese orden de ideas y conectados estos dos elementos con las ideas descritas anteriormente, es inevitable su cercanía con las nociones de pantalla y mirada. Por esa razón se diría que al igual que en el contexto del arte, en la fotografía hay imágenes que se identifican con la pantalla, pacificando la mirada, mientras que hay otras que la atraviesan y perturban a los espectadores.

Aun cuando las imágenes fotográficas se pongan en movimiento, ya sea que se trate de cine o de video, todos los aspectos hasta aquí descritos se mantienen activos, sin embargo, pueden llegar a exacerbar la capacidad que tiene la pantalla -que conforma nuestro cuerpo y las representaciones culturales que lo constituyen- para motivar nuestra propia proyección de fantasías. Si tras la pantalla está el objeto que causa nuestro deseo de ver, es apenas comprensible que la recubramos con suposiciones imaginarias que domen el efecto que ese objeto pueda despertar en nosotros si llega a atravesarla.

Una práctica creativa que emergió a comienzos del siglo XX pero que ha desplegado todo su espectro en los últimos 50 años es el readymade. Fue propuesto por Marcel Duchamp en la segunda década del siglo y consiste en proponer como obra un objeto manufacturado. Al abandonar su utilidad convencional y al hacer a un lado las convenciones artísticas un readymade requiere de una proyección imaginaría por parte de los espectadores para cobrar sentido, dado que como signo es idéntico al mundo. En ese orden de ideas, este tipo de práctica creativa se emparenta fuertemente con el sentido de la fotografía dado que puede ser percibido como un fragmento extraído de un continuo de realidad, como si se tratara de una instantánea.7

Cuando un espectador es interpelado por una de estas piezas, llega a darse cuenta que el mundo objetivo es una red de representaciones culturales que lo hacen ser una pantalla. Sin embargo la presencia anómala de este nuevo objeto disfuncional e incomprensible, para el cual no hay un referente en ese mundo, revela que ya ha habido una rasgadura a través de la cual intuimos la mirada de lo real. La apropiación de objetos al igual que el video, instaura un continuum entre el arte y los espectadores que hace indispensable que usen sus propios cuerpos y las fantasías que los gobiernan para desmontar la pantalla. Detrás de una imagen u objeto que ha sido apropiado como obra, late la presencia de la mirada que puede llegar a punzar el ojo de los espectadores y acercarlos al objeto de la pulsión escópica que la visualidad tiende a ocultar.


La materia y la luz

En la muestra “Y he aquí la luz”, se reúnen piezas de artistas franceses nacidos entre las décadas de los cincuenta y los sesenta, entre los que se encuentran Jean-Luc Vilmouth, Ange Leccia, Pierre Joseph, Philippe Parreno y Pierre Huyghe, que emergieron entre las décadas de los setenta y ochenta y cuyas obras revisan la manera en que existen las imágenes particularmente a partir de reflexiones en torno a la visibilidad o invisibilidad. Son artistas altamente relevantes en el contexto internacional, que han explorado la fotografía, el universo de los objetos, las instalaciones y las imágenes en movimiento para interpelar a los espectadores en torno a lo real y lo ficticio de la experiencia humana que el arte está en capacidad de movilizar.

A pesar de la distancia teórica e histórica que existe entre los contextos de Francia y Colombia, resulta significativo constatar que artistas de edades cercanas, que emergieron hacia la misma época en ambos países, tuvieron que lidiar con problemáticas similares a pesar de provenir de contextos culturales, sociales y económicos tan disimiles.  Unos y otros tuvieron que enfrentarse al desafío de revisar la pantalla sobre la cual solía proyectarse lo real, dado que su trabajo se consolidó en un momento de fuertes cuestionamientos a las convenciones culturales que habían sustentado las prácticas artísticas a lo largo de la modernidad.

En relación a lo anteriormente expuesto es visible la manera en que artistas colombianos como Miguel Ángel Rojas, Oscar Muñoz, Doris Salcedo y José Alejandro Restrepo, se vieron abocados al vacío que produjo el cambio de paradigma que sobrevino en la modernidad tardía en donde se llegó a privilegiar la idea de presencia sobre la de representación que –de manera análoga a sus pares en Europa- condujo a los dos primeros hacia la fotografía y la apropiación y a los dos segundos hacia la instalación, escultórica en el caso de Salcedo y videográfica en el caso de Restrepo. Estos cuatro artistas han explorado los límites políticos del cuerpo y los componentes ideológicos del contexto social y cultural, para esclarecer la manera en que emerge la experiencia subjetiva en relación con los escenarios de poder.  Por esa razón sus obras, a pesar de ser altamente heterogéneas, comparten rasgos comunes que se articulan por el cruce que han tenido que realizar entre la visibilidad y la invisibilidad o entre la materialidad y la virtualidad.  Adicionalmente ellos también han prestado atención a la noción de ausencia ligada al cuerpo, que puede haber desaparecido como resultado de diferentes tipos de situaciones, ya sea sociales, económicas o políticas.

En las obras tempranas de Miguel Ángel Rojas, en donde empleaba la fotografía para registrar encuentros entre hombres en salas de cine rotativo. El confinamiento social de las sexualidades disidentes a esos espacios sórdidos y marginales, se mantenía latente en las imágenes resultantes en donde los cuerpos parecían borrarse y los actos que llevaban a cabo no alcanzaban a hacerse del todo visibles.  En el caso de Aliento de Oscar Muñoz, era la respiración de los espectadores sobre una serie de espejos de acero lo que hacía momentáneamente visibles los rostros de personas que habían desaparecidos por diferentes circunstancias mientras que en Atrabiliarios de Doris Salcedo la experiencia de la desaparición forzosa se intuía por un conjunto de zapatos apenas visible a través de membranas animales que habían sido cosidas para cubrir unos nichos enclavados en la pared, evidenciando la ausencia de los cuerpo que habitarían dichos zapatos. En Musa paradisiaca, José Alejandro Restrepo explora la relación entre diferentes formas de violencia social y política con el mono cultivo, mediante la conjunción de racimos de plátano con espejos y videos dentro de un espacio en penumbra.  

Los anteriores ejemplos dejan ver como los artistas que han emergido en las décadas recientes han tomado como práctica, un examen riguroso de la pantalla sobre la que sería visible su trabajo ya sea para rasgarla o para encontrar sus fisuras. Es a través de ella como las obras logran que los espectadores vislumbremos el objeto que suscita nuestro deseo de ver que no es otro que la mirada que nos define como sujetos ante el mundo.


Jaime Cerón, Bogotá. 2017



1Rosalind Krauss, 1993. «Uno», en: El inconsciente óptico. Madrid: Tecnos.


2 Jacques Lacan. 1964. «De la mirada como objeto a minúscula», en: Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.


3Robert Brysson. 1988. «The Gaze in the Expanded Field,» In Vision and Visuality. Seattle: Dia Art Foundation.


4Andre Bazin, «Ontologia de la imagen fotográfica». https://iedimagen.files.wordpress.com/2011/11/bazin-andrc3a9_ontologc3ada-rialp.pdf

5Roland Barthes, «La retórica de la imagen». https://es.scribd.com/doc/198688582/Retorica-de-la-imagen-Roland-Barthes-pdf

6Barthes, Roland. 1980. La cámara lúcida. Buenos Aires: Paidós.

7Rosalind Krauss, 1995, «Notas sobre el índice parte 1». La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos. Madrid, Alianza editorial.