
Museo de Arte Universidad Nacional de Colombia
2002 - Bogotá, Colombia
Curador: Jaime Cerón
Co-curaduría (Muestra de video): Carlos Franklin
Artistas participantes: María Abril, Pablo Adarme, Franklin Aguirre, Alicia Barney, Miguel Böhmer, François Bucher, María Teresa Cano, María Fernanda Cardoso, Carlos Castro, Mauricio Cruz, Wilson Díaz, Juan Pablo Echeverri, Fernando Escobar, Juan Pablo Fajardo, Carlos Franklin, Andrés Fresneda, Carlos Gravito, Olga Lucía García, Angélica González, Jhon Edward Gutiérrez, Maya Guerrero, Helena Carolina Gutiérrez, Pierre Heron, Victor Laignelet, Carolina Leal, Alejandro Mancera, Guillermo Marín, Juan David Medina, Juan Mejía, Mariangela Méndez, Santiago Monge, Alejandro Nieto, Ernesto Ordoñez, Nadín Ospina, Catalina Pabón,María Clara Piñeyro, Gloria Posada, Clemencia Poveda, José Alejandro Restrepo, Sofía Reyes, María Isabel Rueda, Pedro Ruiz, Adriana Salazar, Carlos Salazar, Luis Saray, Sandra Sarmiento, José Antonio Suárez, Pedro Pablo Tatay, Jorge Torres González, Fernando Uhía, Mariana Varela, Giovanni Vargas, Esteban Villa Producción técnica y logística: Giovanny Valencia
Montaje: Darío Fontecha, Alejandro Mancera
Fotografía: José Tomás Giraldo, Carlos Castro, Juan Pablo Fajardo, Carlos Franklin, Alejandro Mancera, Galería El Museo, Galería Valenzuela y Klenner

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Desde que el mundo se nos aparece como espectáculo y nosotros parecemos transitar por él como turistas, hemos ido acostumbrándonos a la artificialidad de todo lo que es real. Cuando es un hecho la globalización de la producción, circulación y consumo de la información, se hace más dramática la manera en que el modelo de realidad soportado por una ideología se expande hacía otras latitudes imponiéndose como verdadero.
En este proceso se ven afectadas todo tipo de dimensiones culturales de las que no queda exento el lenguaje. Es así como en América latina hemos adoptado el sufijo anglicista –landia para hacer alusión a la forma como un contexto global puede ser determinado por un hecho particular. Aparentemente puede parecer insignificante el uso de este tipo de palabras, sin embargo ellas señalan el afianzamiento de “ideas de mundo” que pueden traer consigo grandes consecuencias o pueden ser al menos indicios de significativas transformaciones.
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En la década de los setenta se popularizó en Colombia un programa de televisión que se llamaba animalandia. Aunque su nombre pudiera hacer alusión a un contexto natural (el lugar de los animales), su eje central eran fundamentalmente las mascotas, que son básicamente “productos” culturales que están mas cerca del artificio humano que de la naturaza divina. En una de sus secciones se solicitaba la presencia de loros parlanchines que deberían haber sido entrenados previamente para poder repetir el slogan del patrocinador, mientras que en otra de ellas, se buscaban “rarezas” dentro de ese limitado universo de las mascotas que pudieran hacer resaltar mas las destrezas de los amos para someterlas que el valor o sentido intrínseco de su existencia. Este programa, por lo tanto, no estaba muy lejos de los lugares que mayores encuentros han propiciado entre los seres humanos y los animales durante la modernidad: los zoológicos y los circos.
La existencia de estos espacios señala, según John Berger, la insondable distancia que caracteriza la relación entre los animales y el hombre en el mundo moderno. Si hubo entre ellos un nivel de comprensión o significación simbólica en momentos anteriores de la historia, en los últimos dos siglos éstas parece haber cedido ante nuevas expectativas culturales. La visible separación entre estas dos esferas, que sobrevino posteriormente, parece extensible a la destitución de la naturaleza como el contexto idóneo para la experiencia. Los seres humanos en el contexto occidental, fueran artificializando cada vez más su relación con los animales, hasta el punto de no reconocer su otredad.
De este modo las costumbres sociales fueron conduciendo a los animales a ocupar espacios cada vez más idealizados que los harían comprender como emblemas de destreza o fiereza, como objetos a ser exhibidos, como materia prima a ser procesada y consumida, o como entes imaginarios con los cuales podemos divertirnos. Estos roles son los que ocupan los animales cuando los convertimos, ya sea en actores de circo o piezas de zoológico o en insumos de un matadero o en mascotas domésticas o en personajes de tiras cómicas o en juguetes.
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Los animales han ocupado un lugar nada despreciable desde los primeros ejemplos que conocemos de la practica artística. Ya sea que nos centremos en las pinturas rupestres del paleolítico superior, o que revisemos las producciones simbólicas de diversas comunidades indígenas contemporáneas, o que sigamos su rastro dentro de la historia del arte con mayúscula, vamos a ver reflejadas en sus representaciones la particular relación que tenían con los hombres y mujeres en cada momento. Adicionalmente, podríamos también estudiar a través de ellos la forma en que los hombres comprenden culturalmente su propio aislamiento de lo real que puede estar presente en el campo de la naturaleza.
La aproximación de los hombres a los animales parecería indicar una intención ya sea de expandir a través de ellos su propio dominio, o ya sea utilizarlos para hacer que la diferencia que ellos encarnan se introduzca en el universo simbólico que crea la cultura. En el contexto del arte, parecerían expandirse estas dos opciones en cuatro operaciones básicas. Utilizar la iconografía animal para extender la acción de la cultura puede implicar una afirmación de los valores culturales imperantes o un cuestionamiento radical a ellos. Hacer permear lo desconocido, que el mundo natural implica dentro de la cultura, puede involucrar un desafío a los límites convencionales de la vida humana o puede querer afianzarlos en términos míticos.
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La exposición animalandia surge un interés de señalar la inmensa preocupación de muchos artistas contemporáneos tanto en Colombia, como en el resto del mundo, frente a estas capacidades de significación de la iconografía animal. Aunque en la exhibición no estén presentes todos los artistas que han trabajado activamente dentro de esta posición en nuestro país, hay una muestra inter generacional lo suficientemente amplia, como para abarcar las direcciones más básicas que han orientado estas exploraciones. La mirada de la mayor parte de estos artistas no se ubica en una postura ecológica. Más bien parecería abordar la compleja situación cultural que nos caracteriza desde otro escenario. Con mayor o menor agudeza estos artistas nos están haciendo ver, esa dimensión ficticia, trastocada, intervenida y enajenada que le imprime a la realidad una determinada estructura ideológica. Cuando los niños pequeños duermen junto a su oso de peluche, o cuando los más grandes se aficionan a las series de dibujos animados, cuando visitamos los zoológicos o los circos, o cuando hacemos el mercado, estamos participando de una visión light del carácter ominoso y problemático del entorno natural que desconocemos. Enfrentar de forma crítica esas construcciones, parece ser el aporte de los artistas a nuestra comprensión de los fundamentos ideológicos que crean nuestro contexto de existencia.
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En épocas remotas, los animales parecían guardar una estrecha relación con el universo mítico, del que se ocuparon pensadores como Claude Levi Strauss y en el cual los seres humanos requerían apropiarse de lo que les rodeaba de diferentes maneras entre las que se encontraba el acto de nominar. Para Strauss, así como para otros antropólogos, era claro que el ser humano no se somete pasivamente a la naturaleza, sino que la desplaza a través de los procesos del lenguaje generando lo cultural. “Como en las lenguas de oficios, la proliferación conceptual corresponde a una atención más sostenida sobre las propiedades de lo real, a un interés más despierto a las distinciones que se pueden hacer. Este gusto por el conocimiento objetivo constituye uno de los aspectos más olvidados del pensamiento de los que llamamos ‘primitivos’(...) el universo es objeto de pensamiento, por lo menos tanto como medio de satisfacer necesidades.”1 El uso o apropiación de los animales en el “mundo “primitivo” no solamente involucró la caza de “bestias” salvajes o su domesticación, sino también la compleja inscripción simbólica de sus diversas dimensiones míticas. A este respecto también revisten un singular interés las prácticas totémicas descritas acertadamente por Freud2. El totemismo era para Freud una práctica cultural atada a la prohibición del incesto y consistente por lo general en la adopción del nombre de un animal, para la identificación de un clan y que era entendido como su antepasado. Todos los individuos que poseen el mismo tótem están en la obligación de respetarlo tanto a él como a quienes representa.
Tanto la perspectiva antropológica como la psicoanalítica, parecen confluir en un enlace paradójico entre el hombre primigenio y el mundo natural, que podría ser ejemplificado por la presencia de los animales dentro de los relatos míticos. Adicionalmente, los procesos de dominación del entorno natural implicaron para aquellos seres humanos importantes transacciones simbólicas que se vieron reflejadas, entre otras cosas, por el papel que desempeñaron los animales en sus formas de representación de lo real. Muchas han sido las interpretaciones que se han producido en torno a las primeras experiencias artísticas conocidas de ese entonces, en donde aparecían en un mano a mano los hombres y los animales. Las pinturas rupestres son los ejemplos más ampliamente conocidos de esas primeras exploraciones artísticas. Realizar incluso un paneo general sobre la presencia de una iconografía animal en el arte sumerio, egipcio o griego sería una tarea extenuante. En el periodo medieval sería una labor aun más titánica y su dificultad parecería aumentar a medida que nos acercamos al presente. Solamente el tema de los bestiarios, por continuar con las referencias míticas, sería ampliamente desarrollado en diferentes épocas y contextos culturales3.
Cualquier disciplina o campo del pensamiento que pudiéramos elegir, tendría un aporte significativo sobre la importancia o significación de los animales y los diversos valores que se les asocian, en relación con las prácticas socioculturales. El arte, por ejemplo, como ya se esbozo, ha tenido una larga relación con los animales y estos han desfilado por distintas razones y de muy maneras variadas a través de las prácticas artísticas.
Ha sido sin embargo, en el arte producido en las décadas finales del siglo XX, en donde parece haberse vuelto casi omnipresente la iconografía animal abordada con una cierta amplitud de miradas. Las prácticas artísticas de este periodo parecen caracterizarse por el cuestionamiento a los fundamentos convencionales que rodearon o delimitaron las categorías artísticas durante el modernismo, en particular en lo que respecta al concepto de la autonomía del arte. En el arte posmoderno los animales parecen ser usados por los artistas para afirmar o cuestionar valores morales, dado su carácter metafórico. Este proceso parece señalar la necesidad de conducir la experiencia artística fuera de sus dominios habituales. En este mismo sentido parecen dirigirse otros usos de la imaginería animal, dado que ésta puede llegar a cuestionar no tanto los valores en sí, como los sistemas simbólicos de los cuales dependen. Es allí donde observamos algunos usos estratégicos de las dimensiones míticas de los animales ya sean estos imaginarios, domésticos o salvajes.
Algunas de las obras con animales, más memorables del periodo contemporáneo son las acciones de Joseph Beuys. Obras como I like América and América likes me (conocida también como Coyote), o Como explicar pinturas a una liebre muerta, ejemplificarían extremos en el uso de animales ya fuera con fines metafóricos, o con intereses míticos o con cargas simbólicas. A la primera opción se unirían artistas como Jannis Kounellis quien con su obra Sin título, conformada por 12 caballos vivos atados a los muros de una galería durante tres días, quiso remarcar la relación entre energía y poder con los géneros convencionales de la pintura heroica y la estatuaria ecuestre. Muy próximas en interés podrían verse las obras de Meyer Vaisman, entre las que se destacan sus series de pavos disecados con todo tipo de atuendos. También puede ser representativo su performance de 1989 que consistía en presentar a un organillero y un mono pequeño como “esculturas vivientes” que se introducían en el ámbito de exhibición con fines críticos acerca del sistema de valoración cultural prevaleciente en dicho ámbito4.
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Tanto la curaduría como la propuesta museográfica de esta exposición se apoyaron en dos premisas: la dimensión salvaje de los animales y su proceso de domesticación. Tomando en cuenta la estructura del espacio en donde la muestra se iba a exhibir, el Museo de Arte de la Universidad Nacional, conformado por tres salas aisladas y unas áreas exteriores intermedias entre ellas, se articularon tres capítulos principales tanto para la curaduría como para el diseño museográfico y la puesta en espacio. Estos capítulos respondían, desde las premisas antes mencionadas, a la manera en que se han relacionado los animales con el ámbito cultural a través de la historia resaltando en sucesivamente su condición salvaje, doméstica o imaginaria.
La Sala 1 del museo, estaba destinada a las relaciones con lo salvaje en varios niveles a la vez. Se ubicaban aquí las “bestias”, los animales de campo y algunos seres imaginarios que habitarían espacios “extraños”. El diseño museográfico se apoyó en los relatos producidos desde el ámbito biológico acerca de la evolución. Por esto comenzaba el recorrido con el contexto acuático, pasaba al orden terrestre y terminaba en el aire. Las primeras piezas eran unas tortugas apareándose, seguidas por un tiburón siendo cazado, luego un pulpo con unas pelotas de plástico, después unos peces en un simulacro de congelador y posteriormente un dibujo de un sapo. Estas imágenes tenían como rasgo común su conexión con situaciones culturales que desbordan los esquemas de representación y los parámetros de convalidación propios de la tradición histórico-artística. En cambio, ellas planteaban aproximaciones a problemas culturales presentes en contextos específicos. Las tortugas de Sandra Sarmiento, el pulpo de Juan Mejía y el sapo realizado por Mariana Varela parecían señalar la conexión que pueden tener las formas de representación pictórica con universos como la ilustración de libros de texto o las láminas de álbumes de colección. El tiburón provenía de una pintura mural realizada como decoración dentro de una pescadería y simplemente fue documentada fotográficamente por Andrés Fresneda. Los peces simulados, denominados Dummies y realizados en plastilina por Ernesto Ordóñez, hacían referencia al universo de la publicidad en donde la realidad de cualquier hecho llega a ser enteramente suplantada por una exacerbación de su apariencia. Siguiendo el recorrido, aparecía una versión en grabado de la obra El Cocodrilo de Humboldt nos es el Cocodrilo de Hegel de José Alejandro Restrepo, en donde una discusión sobre el tamaño de un animal pone en evidencia una problemática de orden político y filosófico, revelando las formas de representación cultural que caracterizan los principios de dominación ideológica.
Dos piezas más aparecían en esa sección: una rana y nuevamente un cocodrilo. Realizadas por Juan Mejía y Sandra Sarmiento Respectivamente, enfrentaban los códigos pictóricos con referentes imaginarios provenientes de otras disciplinas. La rana, surgida al parecer de una ilustración de carácter científico, estaba acompañada por un sin número de impresiones de la imagen de un zancudo, realizadas con un sello de caucho directamente sobre la pared que rodeaba el cuadro. El cocodrilo, de procedencia similar, ponía el acento en exacerbar la mirada acechante del animal como una evidencia radical de “lo otro”.
Antes de culminar la segunda pared de la primera sala de exposiciones, aparecían los ejemplos iniciales de la siguiente etapa: los animales terrestres. Inicialmente se exhibía una parte del proyecto Nueva Flora y Fauna en Santa Fe de Bogotá, a cargo de Fernando Escobar, que incluía exclusivamente un capítulo de piezas asociadas a la fauna, cuyas diversas procedencias, complejizaba su ubicación en esta sección. Se trataba al fin y al cabo de una muestra de campo de la reconstrucción urbana de ese universo “salvaje” o “natural” que asociamos con los animales.
A continuación estaba ubicada una obra de Víctor Laignelet denominada 21 segundos que mostraba dos imágenes de una vaca, una de color verde y otra de color gris. Después de observar durante 21 segundos la verde se podría dar una vistazo a la de color gris, para comprobar la manera en que los ojos proyectaban el color rojo en su lugar. Como ocurre en el caso de muchos otros artistas en la exposición, Laignelet ha insistido en varias ocasiones en el análisis de la imagen de animales como las vacas o los corderos, por su relación simbólica con el ámbito de la cultura que aborda un amplio espectro de referencias desde las más sublimes hasta las más inmediatas. Otro animal con similares connotaciones es la cabra, de la cual Miguel Bohmer presentaba solamente una pezuña vista desde abajo a través de un minucioso dibujo sobre una tela.
Las tres obras siguientes abordaban desde la perspectiva sociocultural un mismo animal. Carlos Garavito, Catalina Pabón y Fernando Uhía señalaban distintas lecturas a partir de la imagen de la vaca los dos primeros y el toro el último. Catalina Pabón hacía visible el trasfondo económico de algunos fenómenos de violencia que tienen como epicentro las áreas rurales del país, mientras que Carlos Garavito generaba una relación de mutua implicación entre la fisonomía humana y animal que desbordaba los límites del cuadro y ocupaba parte de la pared adyacente. Fernando Uhía, a su vez, “mataba dos pájaros de un solo tiro” (como se dice vulgarmente) o incluso más. Su obra consistía en la doble apropiación pictórica de una obra de Fernando Botero que tenía una corrida de toros como temática. La tauromaquia ha sido un motivo cercano a los intereses de muchos artistas e intelectuales modernos, que muestra una clara filiación con posturas humanistas. Solo ese tipo de posiciones pueden llegar a legitimar seriamente un practica cultural basada en una acción perversa sobre “el otro” a través de valores como el heroísmo y la belleza. Desde los escenarios ideológicos, no humanistas, ya nadie cree que la tauromaquia esté escenificando un arquetipo o que esté liberando simbólicamente alguna forma de valor. Si reviste algún interés para ellos es por el carácter pulsional que mantiene atados a los espectadores en espera de que “el otro” cobre preeminencia y desmantele el cuerpo del sujeto que domina la situación, como evidencia magistralmente Bataille en la célebre escena que incluye hacia el final de su Historia del Ojo.5 La obra de Uhía al sumarle una copia al “original” pictórico, no solo está desmantelando los valores historico-artísticos de la obra de Botero en toda su modernidad, sino que está poniendo en cuestión los fundamentos ideológicos de los cuales depende igualmente su temática. Pocas situaciones son tan elocuentes de la incomprensión del universo animal durante la era moderna como la tauromaquia.
Como ya ha sido visible en las descripciones de las obras que configuraron esta muestra y como seguirá ocurriendo, hay un número bastante elevado de obras que recurren a los canales convencionales de representación, particularmente de filiación pictórica. El interés de la presencia de dichas “convenciones” radica en que hacen evidente que lo que las obras de arte “representan” no es lo real en si mismo, sino un conjunto de posturas, ideas y valores que se entrecruzan para darle forma a ese real. A través de ese tipo de trabajos se hace abiertamente manifiesto el contexto cultural en el cual se soporta la exposición animalandia.
Dentro de los animales de campo que más alusiones culturales suscitan se encuentran los cerdos. Solo dos obras incluidas en la muestra hacen alusión a este animal y ambas asumieron posturas enteramente distintas ante él. Juan David Medina, cuya obra rodeaba toda la sala a través de la columnata del museo, construyó con la misma piel del cerdo y representando su forma, una serie de piezas que se apropiaban del tipo de confección de las muñecas de trapo. Olga Lucia García asoció este animal con el acto de comer, que es uno de sus referentes más comunes en el lenguaje coloquial.
Frente a estas piezas se encontraban varios objetos: dos carritos de juguete realizados a partir de las caparazones de una tortuga y un armadillo respectivamente, y un rifle realizado con la piel de un venado ambos de Jorge Torres González. En ellos la presencia de lo animal se intensifica, no solo por la citación que efectúan las partes animales, sino por que ejemplifican una práctica humana tan innoble como la tauromaquia e igualmente colmada de valoraciones trascendentes como es la cacería. Por esto es paradójica la relación que se produce entre el rifle hecho de piel de venado y la representación pictórica de una porcelana en forma del mismo animal que estaba exhibida junto a él y que realizó Esteban Villa. La contraposición entre las dos apunta hacia la continua contradicción moderna de aniquilar o torturar especies animales y a la vez mitificarlas por canales imaginarios o simbólicos, como ocurre con la decoración o con el entretenimiento en donde muchas formas de animales, como el venado por ejemplo, suelen encarnar los lugares comunes de la sensibilidad humana. Frente a estas piezas se ubicaban unas sillas realizadas por María Teresa Cano denominadas Jardín, que aludían desde un punto similar a las ovejas, tan utilizadas materialmente y tan cargadas de valoraciones por parte de los seres humanos.
Las dos obras que se exhibían a continuación fueron realizadas por Juan Mejía de quien se incluyeron cinco obras en la exposición, dada la continua presencia de la temática animal dentro de su trabajo. En estas piezas, se contrastaba el ilusionismo convencional de la representación pictórica con la objetualidad que posee toda pintura pero de la cual no somos por lo general suficientemente conscientes. La estrategia para exacerbar este rasgo consistió, para este par de obras, en agregar objetos que comentarán a su vez la imagen contenida. En el primer caso se agregó a un oso, una cobija y en el segundo caso se complementaron un par de conejitos con una llanta de automóvil que parecía configurar un columpio. Esta estrategia generaba adicionalmente una conexión entre las obras y una práctica artística históricamente definida.6
La sección de animales terrestres se cerraba con un conjunto de animales diversos que incluía nuevamente una alusión a la tauromaquia por Carlos Salazar, un dibujo realizado con las huellas de un gato sobre negro de humo de Mariana Varela, una secuencia de dibujos de Juan Mejía que yuxtaponían obras de la historia del arte con imágenes extraídas de las ciencias naturales, una serie de cabezas de venado de Nadín Ospina y una colección de animales configurados a partir de gestos corporales fotografiados e intervenidos gráficamente por Carlos Franklin. En este conjunto de obras se cruzaban concepciones artísticas tan diversas, como los enfoques sobre los animales que abarcaban desde interpretaciones míticas hasta citaciones directas.
En ese mismo muro se introducía la tercera sección, dedicada a los animales que tienen como contexto el aire. Comenzaba por tres pajaritos y un sapo “inmortalizados” dentro de sendos bloques de resina de poliéster, realizados por Mariangela Méndez como si se tratará de souvenires del mundo natural. Luego aparecía una caja, a manera de vitrina, que contenía una curiosa colección de Mariposas, construidas a partir de imágenes y textos, realizada por Pedro Ruiz bajo el título de Las alas de la memoria. Frente a ella se encontraba una pintura de Wilson Díaz que consistía en la reproducción de una obra de Rene Magritte denominada Placer en la que una niña devora ávidamente un pájaro. Esta pintura fue parte de la celebre exposición realizada por Wilson Díaz en la Galería Santa Fe en 1995 bajo el título No salgas al jardín y que consistía en un amplísimo conjunto de pájaros de todos los tipos, pintados sobre láminas de metal recortadas por el contorno y ubicadas sobre los árboles alrededor del Planetario de Bogotá. Estas piezas solo eran visibles a través de los ventanales de la Galería Santa Fe ubicada en su segunda planta. En dicha ocasión, Díaz incluyó dos copias iguales de la mencionada pintura de Magritte a lado y lado de la puerta de la sala.
La dimensión del aire como contexto para las exploraciones simbólicas ligadas a la reflexión sobre los animales involucró lecturas adicionales como señalan algunas obras situadas hacia el final de la Sala 1. Aparecían unas fotografías de un dinosaurio de juguete y un par de ventiladores de Fernando Uhia, unos gansos pintados “vaporosamente” por Miguel Bohmer, una especie de papel de colgadura realizado a través de patrones plásticos en forma de aves y peces por María Isabel Rueda, una suerte de venado imaginario que parecía volar de flor en flor de Sofía Reyes y una pareja de pájaros altamente irreales de Esteban Villa.
Este conjunto se remataba por un par de replicas de la última pintura de Van Gogh, de Fernando Uhia, un dragón volador, de Alejandro Nieto hecho a partir de partes de distintos animales por un proceso de taxidermia y una instalación de Alicia Barney sobre las aves que mueren como consecuencia de los derramamientos de petróleo, la única obra con un marcado interés ecológico dentro de la exposición. En el espacio central del museo se completaba el recorrido con las obras El maravilloso mundo del genoma plástico de Maya Guerrero realizadas con animales de plástico a partir de los incorpóreos patrones del ADN, una apropiación pictórica hecha por Esteban Villa de uno de los famosos pavos disecados de Meyer Vaisman y finalmente la instalación Soplo de Adriana Salazar realizada por una enorme cantidad de plumas que eran sutilmente removidas de su lugar por tres ventiladores.
Cuando pensamos en el vuelo, podemos recordar las aspiraciones de trascendencia que caracterizan gran parte de las inquietudes que han movido el pensamiento humano y sus diversas formas de actividad. Por esto en el campo del arte siempre se hace referencia a este asunto cuando se cita la famosa frase dicha por Marcel Duchamp a Constantin Brancusi cuando observó por primera vez un aeroplano: “la pintura está acabada”.7
En las obras que hacía parte de este primer capitulo de la muestra se evidenciaba más de una década de producción en el arte colombiano y aparecían artistas surgidos en los setenta, los ochenta, los noventa y algunos jóvenes que apenas están comenzando a hacerse visibles en la década “doble cero” la primera del siglo XXI, que no sabría denominar genéricamente. En este último conjunto de artistas es interesante percibir la manera como se hace tangible un cambio de paradigma frente a la noción de real o la idea de arte. Su aproximación y comprensión del “reino animal” permite hacer más elocuentes estas diferencias.
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El enfoque curatorial y museográfico de la primera sala, contrastaba con el de la segunda, dedicada a la dimensión doméstica de los animales. El eje principal eran los animales que comparten el lugar de habitación con los seres humanos lo cual involucra las mascotas, los personajes de las tiras cómicas, los juguetes, los adornos e incluso los “huéspedes indeseables” que se introducen en nuestras moradas. Había un alto número de perros, que incluían la apropiación de unas pantuflas de forma canina presentadas por Carolina Leal, tres retratos de perros a la manera de estudios fotográficos de Clemencia Poveda, un perro travestido de Santiago Monge, un perro disecado con un resorte en el estomago como si fuera uno de los personajes de Toy Story de Carlos Castro, un registro fotográfico de una escultura de John Edward González realizada con dos perros disecados en el acto de la copulación, dos series fotográficas sobre los perros como mascotas una de Carolina Gutiérrez y la otra de Giovanni Vargas y un conjunto de dibujos realizados por este mismo artista, a partir de los pelos de su perra que ésta comenzó a perder como consecuencia de una enfermedad. En el caso de esta última obra la presencia animal era muy sutil, dado que los dibujos parecían realizados con plumilla y no con este material orgánico.
No podían faltar las alusiones a los gatos, inseparables mascotas de las personas que no gustan tanto de los perros (al menos en muchos casos). Estaba presente una pintura de Carlos Castro, que mostraba un gato masturbándose contra una pecera, un grupo de retratos fotográficos de Juan Pablo Echeverri en donde sostenía diferentes gatos y una lámpara en forma de gato de María Clara Piñeyro que era el único objeto utilitario de la exposición. A través de la ventana contigua a esta obra se podía observar una instalación realizada en el jardín exterior por Pablo Adarme, a través del agrupamiento de infinidad de pollitos de peluche que recordaban una extraña costumbre que tuvo lugar hace unos años en Bogotá, en donde les eran regalados pollitos vivos a los niños que asistían a primeras comuniones. En uno de los muros contiguos a este jardín, en la parte exterior de las salas se instalaron dos conjuntos de dibujos alusivos a personajes o situaciones imaginarios. Unos de ellos pertenecían a Franklin Aguirre pareciendo emparentar los espermatozoides con protozoarios. Los otros, elaborados por Santiago Monge, generaban cruces fantásticos entre tres mujeres, Madonna, Frida Kahlo y la Mujer Maravilla y diversas especies animales señalando una oscura relación entre ellas y las formas arquetípicas de feminidad.
Una rata disecada con un motor en su interior, elaborada por Carlos Castro, dos pulgas elaboradas en resina de María Fernanda Cardoso, hormigas de metal de Alejandro Nieto, un ciempiés realizado por un collage fotográfico a partir de un cuerpo de Carlos Franklin y dos secuencias fotográficas, tomadas por Gloria Posada, de hormigas alimentándose ordenadamente eran algunas de las piezas que apuntaban hacia esos huéspedes indeseables que comparten nuestro propio espacio.
Debido a su escala, sus rasgos formales y sus particularidades conceptuales fueron incluidas en esta sala los tapires de Nadín Ospina -la pieza más antigua de la exposición-, los Retratos de la historia natural de Juan Pablo Fajardo, unos corderitos “decorativos” de Gustavo Villa y los grabados de animales a la vez fantásticos y reales de José Antonio Suárez. Igualmente, tomando en cuenta sus condiciones de realización se introdujo en esta misma sala, uno de los dibujos de pezuñas de animales, de Miguel Bohmer, que partió de una ilustración de un libro y que se realizaron con una paciente labor, como si se tratara de un bordado.
Dos personajes imaginarios, extraídos de las tiras cómicas, completaban el recorrido, la rana Rene representada por Alejandro Mancera impartiendo una lección de anatomía y Mickey Mouse configurado como un doble yo precolombino por Nadín Ospina, que hacían referencia a los rasgos zoomorfos de mucha de la escultura de ese periodo.
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Para el cierre de la exposición se programó una muestra de video que incluía trabajos de María Fernanda Cardoso, Luis Saray, Pedro Pablo Tattay, Pablo Adarme, Angélica González, Pierre Herón, Francois Bucher, Mauricio Cruz, María Abril, Giovanni Vargas y Juan Mejía. Se destacó por diferentes motivos el circo de pulgas de Cardoso, presentado a través de dos registros distintos. Coincidiendo con la misma fecha se presentó el performance de Guillermo Marín titulado El canto del deseo exaltado que va a encontrar su calma. Esta obra, como muchas otras de Marín, plantea como performance una imagen viva que permanece en el tiempo, que en este caso hacía alusión al mito clásico de Leda y el Cisne. En medio de un espacio vacío y con poca iluminación -la Sala 2 del Museo de Arte de la Universidad Nacional- se había instalado un montículo de tierra cubierto de una espesa capa de pasto crecido. El cuerpo del artista aparecía desnudo, tendido de espaldas sobre esté montículo y la superficie de su piel, desprovista de toda vellosidad, había sido velada por una capa de color pálido que volvía paradójicamente irreal su presencia lo cual se reforzaba por el ocultamiento del rostro por una fina máscara de plumas. Sobre su cuerpo se ubicaba un cisne disecado, que se apoyaba a través de sus piernas directamente sobre el césped. El punto de enlace entre los dos era el pubis que extrañamente no revelaba una identidad sexual definida y que generaba una fuerte resonancia con otras imágenes de la historia del arte, en donde estaba la referencia de Etant Donnes, el diorama realizado por Duchamp durante los últimos veinte años de su vida. Esta obra señalaba de forma incisiva la capacidad de significación que pueden tener los animales en el contexto simbólico, particularmente cuando se cruzan con el ámbito del deseo, dado que hacen notar hasta que punto la experiencia del cuerpo se aproxima a esa extrañeza o sentido ominoso que se desprende de la cercanía de un animal.
La exposición animalandia fue un primer intento por buscar relaciones inteligibles entre las diferentes lecturas que han realizado los artistas en Colombia a partir de la iconografía de los animales o de sus múltiples referencias, sin embargo podrían utilizarse mecanismos distintos para generar otros posibles escenarios de relación que darían origen a inumerables exhibiciones. En el futuro cercano valdría la pena volver sobre este campo, porque muy seguramente aparecerán nuevas ideas en torno a él.
1 Ver, Claude Levi Strauss, El Pensamiento Salvaje, La ciencia de lo concreto. Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1964.
2 Ver, Sigmund Freud, Tótem y Tabú, Alianza Editorial, Madrid, 1967.
3 Al respecto es bastante amplio el espectro. Ver Hernando Cabarcas Antequera, Bestiario de la Nueva Granada, La imaginación animalística medieval y la descripción literaria de la naturaleza americana. Imprenta Patriótica del Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1994.
4 Respecto a esta relación entre los animales y el contexto humano ya sea como subjetivización de su presencia o como objetivación de la nuestra fue explorada en un proyecto curatorial asumido por Marketta Seppälä y Linda Weintraub denominado Animal, Anima, Animus y realizado en 1998, en el Museo de Arte de Pori, Finlandia y en el Museo de Arte Moderno de Arnheim, Holanda. En 1999 se exhibió en P.S.1. de Nueva York, E.E.U.U. y en 2000 culminó su itinerancia en la Galería de Arte de Winnipeg, Canada. Esta exposición contaba con un importante grupos de artistas de diferentes nacionalidades entre los que se podrían destacar Marina Abramovic, José Bedia, Xu Bing, Thomas Grünfeld, Denis Oppenheim y Yukinori Yanagi. El catálogo fue editado por Frame publications del Museo de Arte de Pori en 1998.
5 “Granero fue derribado y acorralado contra la balaustrada; los cuernos golpearon tres veces al vuelo la baluastrada: uno de los cuernos atravesó el ojo derecho y la cabeza....Toda la muchedumbre de la plaza estaba en pie. El ojo del cadáver colgaba” Georges Bataille La historia del ojo. Tusquets Editores, 6° edición, 1993, Barcelona, España.
6 Ambos elementos, la cobija y la rueda de carro, así como su particular configuración, parecen muy próximos a piezas y gestos utilizados por Robert Rauschenberg en algunas de sus obras denominadas combinados. En varias de sus obras este artista utilizó además animales disecados, como es el caso de su obra Monograma, en donde una cabra aparece dentro de una llanta de caucho. Esta conexión entre las obras de Rauschenberg y Mejía me fue sugerida a raíz de una conversación sostenida con el mismo Mejía.
7 Varios autores coinciden con asociar las pretensiones de trascendencia latentes en la pintura a la aspiración metafórica de volar. Por lo tanto, cuando fue posible volar literalmente era factible pensar que la pintura tuviera menos sentido. Al respecto ver, Duchamp, el amor y la muerte incluso, Juan Antonio Ramírez . Ediciones Siruela, 2ª edición, Madrid, 1994.