Carlos Castro, El lenguaje de las cosas muertas


Publicado en: ArtNexus. no. 151.
Año: 2017

Durante los últimos 15 años, el artista bogotano Carlos Castro ha expandido paulatinamente los límites institucionales de las prácticas artísticas, permitiéndose enfrentamientos diversos a situaciones provenientes de un amplio espectro de representaciones culturales.  Es así como ha explorado y desbordado el alcance de los medios artísticos institucionalizados en el arte occidental, tales como la pintura ilusionista, la escultura cinética, los objetos encontrados, el video documental, la fotografía de registro o la intervención específica de sitio, encontrando constantemente la manera “incorrecta” de interpretarlos. Paralelamente ha explorado la ficción como si se tratara de un hecho objetivo y se ha aproximado a lo que podría considerarse verdadero como si se tratara enteramente de ficción.  Con esos dos movimientos simultáneos logra poner en evidencia la manera como lo único verdadero que tiene la noción de la realidad es que es una representación cultural.

Su más reciente proyecto denominado El lenguaje de las cosas muertas, se presentó en el espacio El Dorado en Bogotá y consistió en una serie de intervenciones provenientes de su acercamiento a diferentes tipos de monumentos escultóricos que parecen recoger la memoria de la fallida implementación de la modernidad en Colombia. Se trata de esculturas vinculadas a la construcción de relatos nacionales que emergieron desde los lugares de poder predominantes en la modernidad como fueron la política y la religión. En su caso revisa además la relación de estos regímenes de poder con el campo de la enseñanza que fue el vehículo previsto en Colombia para implementar los relatos nacionales modernos que fueron imaginados por la hegemonía cultural. Dada la vocación conmemorativa de la práctica de erigir monumentos, es paradójica la permanencia, dentro del mobiliario urbano de Bogotá, de los personajes que fueron representados durante los últimos dos siglos, considerando que los contextos de interpretación desde los cuales fueron concebidos claramente han desaparecido. Quizás es por esa razón que muchos monumentos hayan cambiado de ubicación a lo largo de la historia, evidenciando otra paradoja dado que se supone que una de las tareas de los monumentos es hablar simbólicamente sobre el significado o uso de los lugares en donde han sido emplazados.

Carlos Castro saca provecho de esta dimensión disfuncional del monumento, para hacer notar que también está presente en las representaciones culturales que le dieron origen y que pretenden circulan a través de sus relatos.  En el cruce entre los regímenes discursivos de la iglesia y el estado está la educación, que literalmente incorpora las representaciones culturales a los sujetos de ahí que en Castro incluya un ladrillo o una cadena, que están hechos de un material transparente, cuyo color rojizo es aportado por grasa humana (obtenida de clínicas de cirugía estética) que está en su interior. Claramente la liposucción y en general todos los procedimientos de cirugía estética son la evidencia de la manera como el cuerpo sigue las representaciones culturales hegemónicas y no al revés.

La manera como el proyecto “El lenguaje de las cosas muertas” vincula la experiencia cultural de los espectadores es conectando las diferentes piezas que lo conforman con espacios específicos del edificio en que se exhibe. De esa manera, no solo ocupa los 3 ámbitos expositivos de El Dorado, conocidos como Caja Negra, Caja Gris y Caja Blanca, sino que interviene en espacios “inapropiados” en términos museográficos, como el área contigua a la escalera o el patio interior que está en la planta baja del edificio.

El recorrido propuesto por el artista implicaba ingresar por el Cubo negro, en donde estaba la ruina calcinada de un bus escolar, en cuyo interior se presentaba una película, realizada en colaboración con Andres Borda y Daniel Castro, que detonaba algunas conexiones entre los diferentes componentes del proyecto. Luego continuaba en la segunda planta -ubicada en el mismo nivel que el patio interior de la parte posterior del edificio- en donde aparecían moldes de esculturas o de fragmentos de ellas, que desmantelaban elementos convencionales de la práctica del monumento. En el Cubo blanco las piezas estaban conectadas con el ambiente escolar, por los colores y patrones institucionales que demarcaban el espacio y en el Patio referían las fuentes públicas que incorporan esculturas, que en este caso ironizaban el vínculo entre el cuerpo y el agua. En el Cubo gris el cuerpo, el lenguaje, y el monumento se cruzaban con el contexto educativo, para recordar las paradojas que ha encerrado la relación entre el cuerpo, el poder y la educación pública. En esta sala la presencia de agua con peces vivos entorno al busto de un caudillo político, el flujo constante de tinta en torno a una palabra tallada en el muro y la cadena llena de grasa humana, planteaban la idea de un ciclo perpetuo de repeticiones como las que recurrentemente han marcado la historia de Colombia.


Jaime Cerón
mayo de 2017