Contraindicaciones del discurso: sobre escribir el arte
Publicado en: Errata. no. 2.Año: 2010
Una nueva
teoría, por especial que sea su gama de aplicación, raramente, o nunca,
constituye solo un incremento de lo que ya se conoce. Su asimilación requiere
la reconstrucción de la teoría anterior y la reevaluación de los hechos
anteriores.
–Tomas Kuhn (Kuhn 2004, 28)
Si a comienzos de la década
de los noventa se hubiera preguntado a conocedores del arte alrededor del mundo
quién podría ser el artista del siglo XX que más influiría en el arte
contemporáneo, la respuesta más probable hubiera sido Pablo Picasso. Sin
embargo, en el 2004, cuando por iniciativa de los organizadores del premio
Turner, uno de los certámenes artísticos más prestigiosos y polémicos del Reino
Unido, se encuestaron quinientos expertos en arte del mundo entero para
establecer cual sería la obra más influyente del siglo XX, coincidieron
mayoritariamente en señalar que sería la Fuente,
de Marcel Duchamp.
Referencias bibliográficas
Ardila, Jaime. 1974. Apuntes para la historia extensa de Beatriz González. Tomo I, Bogotá: Tercer Mundo.
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–Tomas Kuhn (Kuhn 2004, 28)
Si a comienzos de la década
de los noventa se hubiera preguntado a conocedores del arte alrededor del mundo
quién podría ser el artista del siglo XX que más influiría en el arte
contemporáneo, la respuesta más probable hubiera sido Pablo Picasso. Sin
embargo, en el 2004, cuando por iniciativa de los organizadores del premio
Turner, uno de los certámenes artísticos más prestigiosos y polémicos del Reino
Unido, se encuestaron quinientos expertos en arte del mundo entero para
establecer cual sería la obra más influyente del siglo XX, coincidieron
mayoritariamente en señalar que sería la Fuente,
de Marcel Duchamp.
Este sencillo episodio deja entrever de qué manera en un lapso de poco
más de diez años se produjo un cambio de paradigma dentro de las concepciones
artísticas dominantes; un proceso que situó un nuevo conjunto de ideas como
fundamento de los discursos que se producen sobre el arte, y reemplazó las
nociones que se venían empleando para tal fin en las décadas precedentes. Es
relevante extrapolar al campo del arte la noción de paradigma —que empleó Tomas
Kuhn para analizar los cambios que se han producido en el campo de la ciencia—
porque pone de presente la manera como las constelaciones de nociones o
metodologías compartidas por una comunidad hacen posibles los intercambios
entre sus diferentes actores sociales. Adicionalmente, es bastante cercana a la
idea de «régimen discursivo» que Foucault propuso; ese tipo de dispositivos en
donde se movilizan una serie de intereses, deseos, fuerzas y de relaciones de
poder con el fin de entronizar una construcción discursiva como verdadera
(Foucault 1992, 37). Tanto los paradigmas como los regímenes discursivos
funcionan como sistemas de creencias y representaciones culturales más allá de
las cuales es imposible pensar dentro de un campo dado. Por eso cuando Kuhn
introduce la idea del cambio de paradigma, menciona que se trata de una
circunstancia que solo puede llegar a ser percibida cuando algún hecho anómalo
deja vislumbrar uno de los bordes externos de tal construcción. Al plantear
dicho cambio hace referencia al historiador de la ciencia Herbert Butterfield,
quien describe el cambio de paradigma, como «“tomar el otro extremo del
bastón”, un proceso que involucra “manejar el mismo conjunto de datos
anteriores, pero situándolos en un nuevo sistema de relaciones concomitantes al
ubicarlos en un marco diferente”» (Citado en Kuhn 2004, 139).
Dentro de los múltiples factores que confluyeron para producir este
cambio de paradigma en el arte contemporáneo es necesario señalar, en primer
lugar, el tipo de prácticas sociales con las cuales los artistas han venido a
identificar el trabajo creativo durante los últimos cuarenta años, que a menudo
llevan implícitas críticas directas hacia la manera como el arte era producido
o discutido anteriormente. En segundo lugar fue crucial el efecto de los
distintos tipos de discursos emitidos por los artistas, los críticos de arte o
los curadores respecto a esas nuevas prácticas.
El arte que se escribe
Resulta verdaderamente difícil separar las prácticas artísticas de
carácter creativo de las prácticas discursivas que generan, pues muchas veces
son los artistas los primeros en proyectar argumentos que constituirán una capa
inicial de interpretaciones que van a rodear su propio trabajo. Muchos otros
discursos se basarán en ellos y continuarán recubriendo las obras que,
lógicamente, acabaran siendo indiscernibles de tales interpretaciones. De
hecho, aunque no exista una capa de discursos sobre una obra, el solo intento
de aproximarse a ella actúa como un discurso. Se podría concluir entonces que
las obras son precisamente lo que se dice de ellas.
Sin embargo existe una paradoja, y es que cuando distintas personas
atestiguan un hecho artístico —como una pieza de performance o una intervención efímera— es muy probable que lo narren
con significativas diferencias porque interrogarán ese hecho desde sus propias
expectativas y representaciones culturales, que llevan implícitos juicios de
valor. «No puede interpretarse ninguna historia natural sin, al menos, cierto
caudal implícito de creencias metodológicas y teóricas entrelazadas, que
permite la selección, la evaluación y la crítica»; así pues —concluye— diferentes
hombres, ante la misma gama de fenómenos, los describirán e interpretarán de
modos diferentes. (Kuhn 2004, 43). En muchos casos las diferencias
metodológicas presentes entre varios marcos discursivos se logran vislumbrar
por las distancias que caracterizan sus aproximaciones concretas a los mismos
objetos de estudio, ya sean estos artistas, obras o cualquier práctica del campo
del arte. Posiblemente la crítica de arte no sea otra cosa que la historia de
las disputas simbólicas entre aproximaciones de este tipo.
Dentro de los estudios culturales se ha prestado una particular
atención a la genealogía del propio discurso que va a estar demarcada por la
condición parcial y por los intereses previos que lo suscitan. Por eso dice
Douglas Crimp que el sujeto del discurso está en una posición contingente,
inestable y relativa, que es la marca que deja la fragmentación y parcialidad
del lugar desde el que habla (Crimp 2003, 139). No se puede olvidar en este
sentido que la escritura del arte es en sí misma una práctica literaria cuya
morfología está marcada por las disputas de legitimidad sobre las propias
convenciones que la estructuran, y que por esto no puede considerarse
transparente a los argumentos sino más bien opaca a ellos. Cuando se lee un
texto de carácter teórico, ¿de quién es la voz que narra las ideas? ¿Cuando se
habla en primera persona se es necesariamente sincero? ¿Se está siendo
autobiográfico? Dentro de la escritura del arte, al igual que en la narrativa,
se movilizan distintos niveles de discusión y se pueden intuir diferentes
estilos y hablantes (Krauss 1996, 306).
Considerando las anteriores circunstancias, se hace más nítida la
forma en que la escritura del arte moviliza una serie de construcciones
teóricas (previamente estructuradas) para llegar a interrogar los fenómenos
artísticos que busca analizar y para determinar su pertinencia y significado.
Es mediante el ejercicio de acoplar los hechos analizados a la teoría como
pueden identificarse aspectos peculiares o anómalos que requieren nuevas
herramientas analíticas y en algunos casos nuevas metodologías: «La anomalía solo resalta contra el fondo proporcionado por el
paradigma. Cuanto más preciso sea un paradigma y mayor sea su alcance, tanto
más sensible será como indicador de la anomalía y, por consiguiente, de una
ocasión para el cambio del paradigma» (Kuhn 2004, 111)
Un gran número de textos
media irremediablemente nuestra relación con las obras de arte, pero no debemos
perder de vista que se trata de proyecciones —incluso en los casos en que son
los propios artistas los que escriben—, de modo que los procesos de apropiación
de las obras de arte están cada vez mas lejos de la suposición convencional que
señalaba «que tras una obra x se
esconden una serie de significados, a, bo c, que la labor hermenéutica del
crítico desmonta y revela abriéndose paso a través de la superficie literal de
la obra» (Krauss 1996, 307). Al aproximarnos a cualquier práctica artística
estamos efectuando un proceso de interpretación en la medida en que la sopesamos
desde una serie de supuestos teóricos y la conectamos con algunos de los
intereses que han determinado de antemano la motivación de aproximarnos en
primer lugar. Por eso dice Crimp que la interpretación es estimulada por el
deseo, y esto la configura como una proyección (Crimp 2003, 140 y ss).
A menudo se puede caer
presa de la «ilusión de verdad» que rodea el acervo historiográfico del arte,
que consiste en olvidar que los historiadores fundamentan sus prácticas (tanto
en las investigaciones de campo o de carácter documental como en la
construcción de sus relatos) en las contingencias y particularidades señaladas
hasta ahora en la práctica de la escritura. En géneros como la biografía es
posible sumergirse en el engaño de que nos están dando a conocer los hechos
«tal y como ocurrieron»; por el tipo de narrativa que emplean y los estilos
literarios en que se soportan nos pueden hacer pensar que no ha habido un
ejercicio de aproximación del sujeto del discurso a su objeto de estudio en los
términos que se han planteado más arriba. Para clarificar esta idea veamos un
par de ejemplos relacionados con uno de los fundamentos del paradigma que
parece cohesionar el universo del discurso en que se ubica el arte
contemporáneo. Son breves fragmentos alusivos a la obra ya mencionada, Fuente, que provienen de dos de las
voluminosas biografías de Marcel Duchamp:
La elección del artista genera nuevas formas de ver
y de pensar. Esa era la filosofía del arte de Duchamp, reducida a sus términos
sencillos y plasmada en el ready-made.
Con todo, Duchamp jamás podría entenderse como algo que oliera ni remotamente a
mínima expresión y su Fuente constituye
uno de los artefactos mas subrepticiamente subversivos. Al igual que Rueda de bicicleta, combina la propia
descripción de Duchamp de un ready-madecon sus auténticas cualidades estéticas […]. (Tomkins 1999, 208)
A diferencia de otros ready-made realizados hasta ahora, la Fuente deliberadamente busca atentar contra el «buen gusto» del
arte y su poder de idealización. En ese gesto está expresada la voluntad de hacer descender las cosas del arte de
sus alturas etéreas, de volver a situar la cuestión del gusto allí donde se ha
constituido física y originalmente: en el lugar del cuerpo que más pone en
juego el enfrentamiento entre lo bello y lo feo, lo noble y lo innoble, lo
sucio y lo limpio, y que señala la proximidad (cloacal) entre los órganos
sexuales y los órganos de excreción. (Marcadé 2008, 175)
Mas allá de que se
compartan o no las apreciaciones críticas de los autores en mención, lo que es
pertinente examinar es cómo prestan ellos atención a unos u otros rasgos
latentes en la obra abordada, que terminan movilizando sus propias e
inevitables conclusiones acerca de lo que está en juego en su trabajo. Si se
comparan estas dos biografías de Duchamp se podría constatar que son altamente
rigurosas en el manejo de las fuentes, que por demás son compartidas en un
enorme porcentaje. Sin embargo, el sujeto que esbozan es significativamente
diferente, y la manera como dan cuenta del trabajo que realizó parece
sustentarse en paradigmas distintos.
Los paradigmas obtienen su status como tales,
debido a que tienen más éxito que sus competidores para resolver unos cuantos
problemas que el grupo de profesionales ha llegado a reconocer como agudos […]
durante el periodo en que el paradigma se aplica con éxito, la profesión
resolverá problemas que es raro que sus miembros hubieran podido imaginarse y
que nunca hubieran emprendido sin él. (Kuhn 2004, 51-52)
A fin de rastrear la contingencia y parcialidad características de los
discursos sobre el arte y encontrar los mecanismos a través de los cuales
llegan a desear, interpretar y proyectar su objeto de estudio, es necesario
realizar una comparación entre diferentes aproximaciones críticas a una misma
práctica y un mismo autor. Este ejercicio posibilita además una somera
indagación sobre las representaciones culturales que han servido de base a
tales críticas, y la manera como sus diferencias se relacionan con posibles
cambios de paradigma.
El arte que se sobrescribe
El campo del arte en
Colombia dista de ser homogéneo. Sin embargo es posible identificar un
paradigma local dominante en nuestra época, en donde se da por sentado que
existe una institucionalidad artística frente a la cual es necesario actuar, y
que reconoce que los artistas eligen sus prácticas entre un amplio conjunto de
posibilidades. Este paradigma parece reconocer como su fundamento histórico la
década de los sesenta, en donde se encuentran ciertas prácticas artísticas que
parecieron no estar interesadas en encajar dentro de los marcos de lo que se
entendía por «arte moderno» en ese entonces.
Para tener una idea del
tipo de representaciones culturales que sustentaban el concepto de arte manejado
en Colombia justo a inicios de esa década, es preciso considerar los discursos
emitidos por la personalidad más influyente en la configuración del paradigma
moderno en el arte colombiano, que no es otra que Marta Traba. En el preámbulo
del primer número de la revista Prisma,
su primera publicación en Colombia, escribe:
El arte no es solo una forma
exhaustiva de conocimiento, sino que es el único lenguaje universal que existe
entre los hombres. Es cierto que para conducir al público hasta la belleza
justa que él promueve y despertar la emoción estética, es necesario que el
escritor se sirva del estilo. (Traba 1957)
Este fragmento de texto se
ata visiblemente a la noción de autonomía artística promulgada por el discurso
hegemónico —que funcionó como paradigma dentro del arte moderno occidental— y
por eso llama la atención la inclusión de la palabra estilo, que la autora seguirá empleando en otros contextos en
referencia a la capacidad de los artistas para enfrentarse a los pormenores del
proceso creativo y que va a ser el resultado de lo que ella denomina «talento».
Cuando Traba confronta a los artistas colombianos de la generación de los años
veinte lo hace basándose en los supuestos teóricos de la modernidad artística, como
es lógico para ese momento; de ahí que se puedan identificar las categorías de
originalidad y expresión como el sustento de sus afirmaciones:
Las actitudes de esta generación […] resultan
incontestables. ¿Por qué los resultados son siempre discutibles y en la mayoría
de los casos desastrosos? Porque en arte no basta tener una actitud, ni es
suficiente la voluntad de crear. Es preciso tener talento, poder de invención
formal, buen gusto para relacionar los colores, eficacia para componer,
destreza para dibujar, necesidad de decir, en cada caso, cosas personales e
intransferibles. Esto le faltó a la generación a que estamos aludiendo. Le
faltó en bloque sensibilidad, buen gusto, capacidad creadora. Les faltó
disciplina, modestia y crítica. (Traba 1961a, 136)
El carácter arriesgado y
casi temerario de estas afirmaciones, lanzadas sobre nombres que parecían
sagrados dentro del campo artístico y social de entonces, deja ver la
vehemencia con la que Traba intentaba desmontar el paradigma que denominaba
«panegirista» y «anticrítico» y que según ella provenía de una falta de escala
de valor en la sociedad en general. Ella se esmeró en mencionar cómo los
artistas posteriores se encargaron de desacralizar esa generación con su
trabajo y cómo el público respaldó sus propuestas. De forma sistemática y
continua, el discurso de Marta Traba se articuló con la anterior situación para
motivar el cambio de paradigma aludido, que podría identificarse como el arte
moderno colombiano. Regresando a 1957, en una curiosa colaboración entre Marta
Traba y Gloria Zea en torno a la obra de Fernado Botero, que apareció en el
número 8 de la revista Prisma, esta
noción de estilo se percibe como el
emblema del nuevo paradigma artístico, que refutaba la dependencia de los temas
que fuera característica de la generación de los pintores nacionalistas de los
años veinte:
¿Es preciso que la pintura desarrolle un tema
determinado (que valga por sí mismo y por su propia elocuencia), o, por el
contrario, el valor del tema lo da el tratamiento de la pintura? […] (todo el
esfuerzo de la pintura moderna desde comienzos del siglo está basado en
desdeñar el tema para dar su legitimo prestigio al estilo). (Traba y Zea 1957)
En 1961, cuando Traba
escribió acerca de la obra de Guillermo Wiedemann dijo: «Es cierto que el
estilo no es un sello, y precisamente la mayor abominación de la pintura
abstracta contemporánea es la producción de cuadros en serie de acuerdo con la
formula dada» (Traba 1961b, 21). Esta afirmación se orientaba a demostrar cómo
el estilo no era más que una «ley
universal de la gran pintura» que se basa en la amplitud del repertorio formal
del artista que deberá estar presto a renovarse y ser siempre imprevisible. A
pesar de que el texto respaldaba enteramente el trabajo de Wiedemann, concluía
diciendo que él aún no había logrado esto.
Una paradoja que se
desprende del ejercicio docente que adelanta Marta Traba por entonces en la
Universidad de los Andes, es que su alumna más aventajada, de quien habló en el
artículo « ¡Claro que hay jóvenes con talento! » (Traba,
1964) pareció
refutar con su trabajo las concepciones más significativas de su discurso. Esa
alumna era Beatriz González y Marta Traba la seguirá respaldando, como es
lógico, desde el tipo de argumentaciones que le resultaban relevantes. Aun así,
Beatriz González, de manera premonitoria e inquietante, aunque intuitiva,
comenzó a acercase con su trabajo y también con sus afirmaciones, a los debates
posmodernos, discursos poscoloniales y estudios culturales que serían
formulados años después, y desestimó las aspiraciones universalistas del
discurso de Traba al afirmar:
Como la historia es un cúmulo de alteraciones y no
camino recto, me siento muy bien vinculada a la historia de una provincia y no
a las satisfacciones universales en la búsqueda de la verdad de los artistas
internacionales. Me siento precursora de un arte colombiano, más aún, de un arte
provinciano que no puede circular universalmente sino acaso como curiosidad.
(Ardila, 1974, 19)
Sin duda las piezas que
resultan más anómalas para el paradigma moderno son sus muebles, que González
se cuidó de nombrar como pinturas, aunque hizo la salvedad de mencionar que en
ellos representa «algo que, aunque ya este dado a través de fotografías o
reproducciones de obras de arte, es al fin y al cabo una representación —la
representación de una representación—» (Ardila 1974, 19). Esta última
afirmación, que parece extraída de un ensayo de Rosalind Krauss de mediados de
los ochenta, se anticipa al menos una década a las formulaciones teóricas del «apropiacionismo»
estadounidense en los desafíos a la autoría y la originalidad y en su
exposición como mitos. Al sostener que sus muebles son en realidad «pinturas»
Beatriz González estaba poniendo en entre dicho las convenciones pictóricas
dominantes a lo largo del siglo XX como han sido la verticalidad y la frontalidad.
Estas obras ponen un enorme acento en la importancia de los marcos —que serían allí
los muebles— que más que un complemento formal o conceptual para las pinturas constituirían
su detonante de sentido.
Estos muebles y las
prácticas artísticas y discursivas que los han seguido serían algunas de las causas
de un segundo cambio de paradigma dentro del arte de la segunda mitad del siglo
XX, cambio que se vino a configurar con nitidez en los albores del siglo XXI. Además,
estas obras pueden ser un terreno fértil para confrontar discursos que revelan
las disputas simbólicas que dan forma al arte en el paso de un paradigma a
otro. Demos un vistazo a estas dos opiniones que aparecieron en mayo de 1972:
Su obra parece haberse quedado detenida. Lo único
que cambia son los muebles que utiliza. Pero ni técnica ni tema avanzan o se
enriquecen. Una retrospectiva de su obra parecería una exposición de lo actual.
Un trabajo satisfecho de sí mismo que no se esfuerza ni se preocupa de lo
alcanzado: Camilo Solvente (Antonio Montaña, Eugenio Barney, Diken Castro)
(Ardila 1974, 25)
La obra de Beatriz González, nunca estática, se
desplaza ahora hacia los muebles de madera, fuera de moda, desechables, que los
imperativos del consumo han hecho de acceso general. La importancia de su
trabajo se ve claramente enfatizada en la bienal por la presencia de otras
obras recién llegadas a su reconocida temática colombianista y popular: Eduardo
Serrano. (Ardila 1974, 25)
Cuando Marta Traba hacía
referencia a los muebles se cuidaba de ubicarlos dentro de las aspiraciones de
autonomía del arte, por lo que no dejará de insistir en el talento de González
para la escogencia de los muebles, que los volvería asimétricos o discontinuos
frente a sus congéneres en la realidad ordinaria. Así mismo, ante la inminente
contingencia se su obra y en relación con la aspiración de universalidad del
arte, Marta Traba señalará que las imágenes de Beatriz González son «parte de
un abanico visual que excede el marco colombiano y puede perfectamente referirse
a cualquier país de Latinoamérica inmerso en idéntico subdesarrollo cultural»
(Marta Traba 1988, 37).
Un poco más de una década
después, Carolina Ponce de León hará énfasis precisamente en la importancia de
la mirada local presente en Los mueblesy señalará la manera como surgen del reconocimiento de un fenómeno cultural,
que motiva los desplazamientos de sentido que provienen del cambio de contexto,
tanto en sus apropiaciones de imágenes que provienen de la base cultural como
de las obras maestras de la cultura hegemónica. «Para el mueble de Beatriz
González, el museo es un espacio transitorio que no impide pensar que estos
podrían regresar a su lugar de origen en el camuflaje realizado por ella»
(Ponce de León 1988, 24) Con motivo de su exposición en el Museo de Barrio, en
1999, Ponce de León explorará unas dimensiones mas amplias en sentido cultural
sobre estas piezas y dirá:
Reconciliando el arte culto con el popular, los
modelos europeos con el gusto de provincia, la identidad cultural con rasgos de
universalidad y el faux industrial
con lo artesanal, sus pinturas sobre muebles y objetos hablan elocuentemente de
la naturaleza contradictoria de la modernidad latinoamericana. (Ponce de León
2004, 207)
En ese mismo momento,
Víctor Manuel Rodríguez analizará la manera como la apropiación que hace
Beatriz González de los referentes hegemónicos de la historia del arte desplaza
el problema de la construcción de identidades y sus pretensiones de verdad,
hacia el terreno de las traducciones culturales que son procesos ambivalentes y
efímeros. Por eso dice que:
González parece llamar la atención sobre los
procesos de apropiación cultural para ubicar la diferencia como aquello que
altera, descentra las narrativas de autoridad cultural, sin definir la identidad
como una esencia (…) Ella despliega una
comprensión de las dinámicas de la cultura donde las apropiaciones no
autorizadas de la tradición cultural funcionan como un otrosí, que al ser
adicionadas al original revelan su carácter incompleto, secundario (Rodríguez
1999, 189)
Punto final. Puntos suspensivos…
Los inevitables cambios de
paradigma que continuarán poniendo en juego la relevancia o no de las prácticas
artísticas o de los discursos que las recubren, tienen efectos prospectivos y
retrospectivos; de ahí que las teorías del arte siempre proyecten el pasado que
necesitan e imaginen el futuro que desean. En ese orden de ideas, la escritura
del arte es causa o consecuencia de estas disputas simbólicas que nunca dejan
de generar nuevas morfologías en las prácticas artísticas. Precisamente una de
las razones por las que he reemplazado la noción de «obra de arte» por la de
«práctica artística» en el presente artículo, es para destacar la pluralidad de
proyecciones que se enuncian desde varios flancos del campo social y en el que
participan diferentes sujetos. En los diferentes discursos que someramente se
exploraron respecto a la obra de Beatriz González, sus obras pasaron de ser
expresivas de un valor universal del arte, en el caso de Traba, a ser portadoras
de una identidad cultural de la diferencia en el caso de Ponce de León. Sin
embargo Rodríguez cuestiona el uso de la noción de identidad, entendida como
esencia, como principio de aproximación a la obra de González ya sea que se
trate de reclamar su pertenencia a un escenario global o de pensarla dentro de
un ámbito local. Lo que parece estar contenido en su obra realmente viene de
afuera de ella y parece un efecto inevitable de apropiarse de los rasgos de la
cultura dominante. Para concluir esta
breve aproximación a la sumatoria de capas (y textos) que no dejan ver las cosas
«tal y como son» en el campo del arte, y que provienen de la inevitable diseminación
de las obras por el mundo real, quisiera terminar con la propia voz de Beatriz
González:
En una vitrina de una tienda encontré, al lado de
botellas y bocadillos, una revista Salvat en cuya carátula aparecía el Almuerzo
sobre la Hierba de Manet, arruinada por la mugre y el sol. Parecía un telón o
una carpa de circo pintada con acrílicos desteñidos. Eso era lo que nos llegaba
de la móvil y cambiante fisonomía de la naturaleza, tan buscada por los
impresionistas. No he hecho otra cosa que mirar la cultura europea de manera
provinciana, a través de imágenes de libros, folletos de museos y guiones
turísticos. La naturaleza misma no es otra cosa para mí que un gran telón de
fondo para esa cultura. (González, 1978, 25)
Referencias bibliográficas
Ardila, Jaime. 1974. Apuntes para la historia extensa de Beatriz González. Tomo I, Bogotá: Tercer Mundo.
Crimp, Douglas. 2003. «El Warhol que nos merecemos», en: Imágenes. Bogotá: Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Universidad Nacional de Colombia.
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