Conversación entre Jaime Cerón y Humberto Junxa para la sección -Otros Salones- del periódico Arteria
Publicado en: Arteria no. 50.
Año: 2015
Esta es
la versión completa (y tuteada) de la entrevista que apareció impresa en la
edición #50 del periódico Arteria, en agosto de 2015.
Jaime Cerón:
¿Por qué estudiaste arte, Humberto?
Humberto
Junca: Yo me presenté a la Nacional porque quería estudiar Cine y Televisión.
Era 1986. Estaba terminando sexto de bachillerato y leí en el periódico que por
primera vez en el país iba a haber una carrera oficial de cine gracias a la
cooperación entre Colcultura, FOCINE y la Universidad Nacional. Así que
fui a inscribirme porque me encanta el séptimo arte. Mis padres me llevaron a
cine desde que era niño a ver “La Noche de Las Narices Frías”, “La Dama y El
Vagabundo”, “Bambi”… y luego, más grandecito, mi papá me llevó a ver películas
del oeste y películas de guerra. Me encanta ir a cine, me encanta meterme a esa
cueva, a esa caverna oscura a ver sombras y proyecciones que no están ahí. Pero
en la Nacional me dijeron que la carrera se demoraba un año en abrirse y al ver
mi cara de tristeza la persona que atendía me dijo “usted puede meterse a
cualquier carrera de la Facultad de Artes, que es donde va a estar Cine y
Televisión, y existe algo que se llama homologación de materias: si tiene
buenas notas puede después hacer que le valgan clases que ya vio como parte de
la carrera de Cine y así no pierde tiempo. Si quiere puede meterse a
Arquitectura, o a Música, o a Bellas Artes”. Yo no era el mejor dibujante de mi
curso en el colegio, pero tampoco lo hacía mal. Así lo decidí: metámonos a Arte.
Para poder homologar algunas de las materias básicas obedecía al pie de la
letra todo lo que me decían y no tenía esa actitud atravesada o displicente que
tenían otros frente a los profesores y las clases. Mientras tanto pasaba de vez
en cuando frente al edificio de Cine, que quedaba ¿te acuerdas?, por allá, por
los lados del estadio y yo veía eso como en obra negra y como chiquito y
pensaba “esto se ve muy mal, y yo estoy chévere en arte; más bien espero a que
llegue la primera cohorte de cine y les pregunto cómo ven la carrera”. Y así lo
hice. A los que entraron les pregunté y todo el mundo me dijo que la carrera
era fatal, los profesores pésimos, que no había equipos, que solo había una
cámara de cine y se la soltaban a la gente como hasta séptimo semestre.
Entonces me quedé en Bellas Artes. Y tú, ¿porqué escogiste Arte?
J.C: De niño quería ser artista,
o mas bien pintor; porque me gustaba dibujar y porque tenía unos primos mayores
que eran artistas. Al entrar al bachillerato dije que quería estudiar Bellas
Artes en la Universidad Nacional y todo el curso se rió. Sin embargo seguí con
esa idea, hasta que en noveno grado empecé a pensar en estudiar Ciencias Políticas.
Pero después de salir del servicio militar decidí estudiar arte.
H.J: ¿Prestar el servicio
militar te ayudó en algo, aprendiste algo allí?
J.C: Para lo único que me
sirvió fue para valorar al máximo cualquier oportunidad de tener un rato de ocio. ¿Qué personas crees que han
influido en las concepciones artísticas presentes en tu trabajo?
H.J: Si
pienso en mis pupitres, pues tengo que señalar desde los grafitis que hacían
mis compañeros en el colegio hasta los muebles pintados de Beatriz González. Un
montón de gente ha influido en mi. En mi colegio tenía un amigo que era
excelente dibujante, Jahir Aristizábal. A Jahir le debo mucho. Hacíamos una
especie de pulso a ver a quién se le ocurrían las mejores ideas, a ver quién
dibujaba mejor y él la mayoría de las veces la sacaba del estadio. Y quizás mi
primera influencia fue mi papá, Humberto Junca Pinilla. A él siempre le gustó
el dibujo, trazaba con su pluma garabatos muy fluidos en servilletas o en
cuadernos, que yo tenía que identificar (es un carro, es un rodadero) antes de
que él los acabara. Recuerdo que cuando cumplí 14 años, me regaló un método
para pintar a la acuarela; para que no me aburriera en vacaciones. Generalmente
mi mamá me llevaba a la costa y ese año no hubo plata. Hice la cabeza de un
caballo, que me quedó increíble. Me sentí muy orgulloso con el resultado; ahí
comprobé que dibujar y pintar me daba placer. Creo que luego mi papá se culpó
mucho cuando supo que yo iba a estudiar artes plásticas, como que sintió que el
tiro le salió por la culata. Él nunca estuvo de acuerdo con que me hubiera
inscrito en esa carrera; él quería que estudiara algo que fuera más “aterrizado”
digamos, como Arquitectura o Diseño Gráfico.
J.C: ¿Y
tu mamá qué dijo sobre eso?
H.J: Como
yo era tan independiente y tan ñoño, mi mamá confiaba completamente en lo que
hacía. Cuando le comenté a qué me había metido ella simplemente dijo: “Ah,
bueno”. Una semana después de haber comenzado en la Universidad la escuché hablando
por teléfono: “Sí, sí, Humbertico se metió a estudiar una cosa así como diseño
de envases plásticos”. Yo ya le había tratado de explicar sobre la plasticidad
de la materia y creo que le conté algo de la clase de Diseño Básico y ella sacó
sus propias conclusiones. Hace poco me enteré que sí se preocupó mucho,
posiblemente después de hablar con mi papá, pues llamó a sus amigas muy estresada
porque me había metido a Artes. Pero ella a mí nunca me dijo nada.
J.C:
¿Cómo se llamaba tu mamá?
H.J: Leonor Casas Beltrán. Y ¿tus padres te apoyaron cuando les dijiste que
ibas a estudiar arte?
J.C: A mi papá, Helí Cerón,
le gustó más la idea que a mi mamá, pero terminaron siendo muy solidarios
conmigo. Mi mamá, Lucila Silva, hasta me ayudó a hacer varios ejercicios y mi
papá iba y me compraba los materiales donde fuera necesario, hasta el último
semestre.
H.J: ¿Qué artistas te
gustaban cuando entraste a estudiar arte y porqué?
J.C: Durante el
bachillerato tomé como electiva una clase que consistía en copiar en dibujo en
blanco y negro obras de una colección de arte editada en fascículos y que
abarcaba varios siglos. Uno iba a la biblioteca buscaba los fascículos y
seleccionaba una obra y hacia la copia a lo largo de varias clases. Recuerdo
que hice un Rembrandt, luego un Kandinsky, un Siqueiros, un Carlos Carrá,
incluso hice a La Mona Lisa. Por último hice un Matisse en temperas de colores
que extrañamente se parecía muchísimo al cuadro original. Por otro lado,
recuerdo que me impresionó mucho durante mi adolescencia haber
encontrado en la Enciclopedia del Arte Salvat una imagen que vi a los 8 o 9
años de edad en el Museo de Arte Moderno, cuando quedaba en el Planetario, y
que años más tarde supe que era de Santiago Cárdenas. Creo que el impacto que
me causó haber visto personalmente esa obra que aún recordaba desde mi infancia
fue una de las motivaciones mas fuertes para haber ingresado a la carrera de Arte…
y de hecho fue el origen del primer proyecto de curaduría que realicé, que se
llamo “Irrealismos” y que se presentó en la Galería Santa Fe, en el Planetario,
mas o menos 20 años después de ese encuentro. ¿Qué profesores fueron
importantes para ti en la carrera?
H.J:
Recuerdo mucho a Edgar Silva quien nos dio Dibujo Artístico. Él me enseñó a
través del dibujo del modelo en caballete a manejar el carboncillo, a acotar, a
representar el volumen, me enseñó sobre el valor de la línea y del trazo. Y
recuerdo mucho a Balbino Arriaga, profesor de Diseño Básico. Me pareció un
maestro estupendo, apasionado. Y me gustó mucho ese ejercicio del estudio de un
elemento natural, de frente, por detrás, de perfil, por arriba, por abajo, a
lápiz, en tinta, a color, realista, geometrizado…y disfrutaba mucho su sentido
del humor. Él podía ser, sin perder su autoridad, chistoso y desfachatado. Por
supuesto, nosotros fuimos recibidos por una academia decimonónica, centrada en
la idea del artista genial, virtuoso, original, con su propio estilo…
J.C: Con
oficio.
H.J:
Exactamente. Pero a mitad de carrera, ¿te acuerdas? Hubo cambio de rector y
este cambió al director de la Facultad y este a su vez nombró a Mariana Varela
como directora de carrera. Y ella lo primero que hizo fue jubilar a un montón
de estos profesores viejitos que ya no mostraban en ningún lado, que se habían
quedado dando clases…
J.C: Que
ya no trabajaban como artistas… y a veces, ni como profesores.
H.J:
Exactamente. Y Varela decidió contratar a artistas que en ese momento fueran
importantes en la escena plástica bogotana. Recuerdo que entraron Miguel Ángel
Rojas, Raúl Cristancho, Diego Mazuera y Doris Salcedo. Miguel Ángel Rojas fue
la primera persona que me habló del readymade. Eso fue maravilloso. Imagínate no saber de Duchamp hasta quinto
o sexto semestre. Miguel Ángel llegaba con sus libros y nos mostraba imágenes y
nos proponía ejercicios muy interesantes, que a algunos de nosotros, en un
primer momento nos parecían locuras. En esa clase aprendí mucho de compañeros
como Alberto Baraya o como Berta Ibáñez. El ejercicio que hizo Berta de readymade fue divino: la idea en este
trabajo era tomar un objeto, un elemento, cambiarle su posición o su ubicación
cotidiana, de uso y cambiarle el nombre para que uno lo empezara a ver de otra
forma, como otra cosa, incluso como obra de arte. Y Berta, ¿te acuerdas que
ella tenía un cabello negrísimo, azabache, que llevaba la mayoría del tiempo en
una trenza larguísima, muy parecido al tuyo? Pues para este ejercicio ella se
cortó el pelo, se cortó la trenza y la mostró dejando que se ondulara, encima
de una tela blanca y le puso de título “Ofelia”. A todos nos pareció un trabajo
precioso. De mi ejercicio ni hablo, fue pésimo, una tontería. Pero la persona
que acabó de darme el vuelco, que me hizo preguntarme por la validez de lo
aprendido hasta el momento, que me señaló que el arte puede ser otra cosa fue
Doris Salcedo. Ella nos enseñó, en una carrera obsesionada por la estética, la
importancia de la ética; nos recalcó la importancia de asumirnos como parte
activa y consciente de un contexto cultural vivo, que nos ha formado, o
deformado, y en el cual podemos incidir con nuestras decisiones y nuestros
actos, transformándolo a su vez. Y el haberla conocido se lo debo a que tú me
insististe para que me metiera en su Seminario de Teoría Escultórica. Y que yo
te haya hecho caso, se lo debo también, a que tú me hiciste parte de un grupo
que se puso a traducir del inglés un libro capital que ella empleaba en sus
clases: “Pasajes de la Escultura Moderna” de Rosalind Krauss. En ese momento,
año 1990 o 1991, ese texto no estaba aún traducido al español.
J.C:
Faltaban diez años para su traducción.
H.J: A
mi me tocó traducir el capítulo de El Doble Negativo y aprendí un montón
leyéndolo e investigando sobre las obras allí mencionadas y sus autores. Entre
otras cosas, la traducción que hay de la Editorial Akal no es tan buena como la
nuestra. Ese trabajo lo hicimos con mucha responsabilidad. ¿Cuánto tiempo
estudiaste con Doris?
J.C:
Estuve solamente un año. Pero mis compañeros estuvieron un año y medio con
ella.
H.J:
Ella me puso patas arriba. En aquel seminario nos dio una lista de lecturas al
comienzo del semestre, nos propuso a cada uno escoger una diferente, que
teníamos que leer y de la cual teníamos que hacer una exposición teórica
ejemplificando el núcleo conceptual del texto escogido con una o varias obras,
que podían ser obras plásticas o musicales o cinematográficas o literarias. Y
después cada uno tenía que hacer una obra plástica a partir de la lectura
escogida. Mientras tanto ella explicaba otras lecturas por su lado, lecturas de
contenido post-estructuralista, críticas respecto a las ideas tradicionales
sobre el arte y a lo que se supone hace un artista, lecturas que por supuesto
complementaban la bibliografía escogida por los demás. Yo escogí “La Obra
Abierta” de Umberto Eco, quizás porque era tocayo mío. Mi presentación teórica
pasó sin pena ni gloria. Y luego hice una pieza que tenía litografías del
corazón espinado y en llamas de El Sagrado Corazón de Jesús impresas sobre
cubos de cartulina y montadas al lado de un gran tablero verde que pinté en un
panel que me prestaron en el Museo. Este tablero era como el desarrollo en cruz
de un cubo, con sus líneas punteadas. Dentro del tablero había textos y
fórmulas matemáticas escritas y borradas, una y otra vez. ¿Tú viste esa pieza?
J.C: Sí,
me acuerdo. Era como el dibujo de una golosa a partir de un cubo.
H.J:
Sí. Ahí ya se manifestaba de forma insipiente mi preocupación por la educación. Bueno, entregué esa pieza y hablé sobre ella. Luego hablaron mis compañeros, echándome flores. Y después habló Doris y aún recuerdo lo que me dijo: “Humberto, estoy muy preocupada por usted; porque está a punto de graduarse y aún no sabe lo que hace. Una de dos, o todo lo que usted nos dijo es mentira y su trabajo está en lo cierto; o su trabajo miente y todo lo que usted nos dijo es verdad. De una forma u otra, ¡no hay congruencia entre lo que usted nos dijo y esto que está acá!” Así comenzó una corrección como de 15 minutos, apoyada en las notas que ella había tomado de lo que todos habíamos dicho. Yo quedé destrozado porque Doris tenía razón. Mi ejercicio no era una obra abierta, no era un silencio, no callaba mi voz para que el espectador pusiera la suya. En mi afán por quedar bien, le mentí a todos y me mentí a mí mismo. “Esto no es una obra abierta –me dijo- yo aquí estoy viendo una cita a lo religioso, a lo educativo y a la geometría elemental. Y creo que todos vemos lo mismo.” Esa fue una gran lección. Doris fue muy importante para mí. Fue el complemento, o mejor, fue la ruptura que necesitaba ese ego prepotente y lleno de prejuicios que había construido a lo largo de la carrera. Al fin y al cabo, creo que soy la sumatoria de mis viejos y nuevos profesores, como una mezcla de tradición y ruptura.
J.C: En
el momento en que estás en la universidad y tienes contacto con estos
profesores y ellos te muestran a otros artistas, aparece un segundo nivel de
filiación. ¿Qué artistas fuiste descubriendo en las clases y en los libros, que
de pronto sientas hoy que sin ellos no estarías dónde de estás?
H.J: Al
comienzo de la carrera me enamoré de Caravaggio y de Rembrandt, porque los vi
en las clases de Historia del Arte. Compré unos libros sobre su obra y miraba
las reproducciones todo el tiempo y trataba de copiarlas. Va a sonar a lugar
común, pero así mismo me apasioné por Da Vinci, Goya, Picasso, Dalí y Warhol. Y
al final de la carrera descubrí a Jasper Johns, Claes Oldenburg, Robert Morris,
Bruce Nauman, Richard Serra; porque aparecen en el libro de Krauss que
tradujimos.
J.C:
¿Recuerdas haber conocido a algún artista latinoamericano, que no fuese
colombiano y que te interesara durante la carrera?
H.J: No.
No recuerdo. Me encanta Cildo Meireles pero creo que lo descubrí mucho después.
J.C: Una
vez, revisando los cuadernos de las clases teóricas del pregrado caí en cuenta
de que las clases de Historia tenían muy poco análisis; eran apenas una
sucesión de datos e imágenes en serie… y entre estos datos apenas encontré el
nombre de Hélio Oiticica. Así que por lo menos tuvieron que habernos mostrado
una imagen de alguna de sus obras. Pero la verdad, no recuerdo esa imagen. Pero
seguramente debió haber sido de alguna obra temprana de cuándo él era
neo-concreto. Recuerdo que había una electiva, un Seminario de Arte
Latinoamericano, pero era imposible inscribirse a menos que uno durmiera en la
cola la noche anterior a la inscripción. Así que en la universidad yo no
aprendí nada de eso. ¿Tú tomaste ese seminario?
H.J: No.
Pero sí tomé una electiva de Música Latinoamericana en el conservatorio, con
Egberto Bermúdez. Una clase fascinante.
J.C: Y
tomaste el de Música Japonesa?
H.J: Sí.
También.
J.C: ¿Y
el Seminario con Ellie Anne Duque?
H.J: Sí,
buenísimo; se llamaba Audiciones Analíticas.
J.C: Yo
también tomé esas clase porque era imposible meterse a las que todos los demás
se metían: la de Arte Latinoamericano y la de Fotografía, veinte cupos
peleadísimos para trescientos estudiantes. Y ¿recuerdas haber visto una
exposición que te haya marcado durante tu formación?
H.J:
Como hasta la mitad de la carrera empecé a ir a exposiciones. De las primeras
que vi, recuerdo una individual de Lorenzo Jaramillo que me encantó. Ahí estaba
su serie “Talking Heads”. También recuerdo mucho una exhibición fascinante de
grabados de Roda en el Museo de La Universidad Nacional, con sus perros amarrados
y con sus monjas muertas. Y una muestra en el Banco de La República con
linóleos de Félix Valloton, increíbles, un maestro del alto contraste. ¿Y tú
qué exposiciones recuerdas?
J.C: La
primera vez que entré al Museo de Arte de La Universidad Nacional fue para ver
“La Historia de La Serigrafía en Colombia” armada con piezas de su colección. Me
tomó mucho tiempo decidirme a entrar porque pensaba que no me iban a dejar por
ser primíparo o que tocaba pagar; hasta que un día me decidí a preguntar ¿cómo se
hace para entrar? y me dijeron: “Si quiere entrar, ¡pues entre!” De esa exposición
aún conservo el catálogo. Y recuerdo mucho una que se llamaba Cuatro Maestros
Latinoamericanos, que se montó en la Biblioteca Luis Ángel Arango con obras de
Antonio Seguí, Francisco Toledo, Armando Morales y José Gamarra. Creo que era
el año 1987 y en ese entonces, la sala de exposiciones quedaba donde ahora está
el área de información de La Luis Ángel. Fui porque me obligaron. Algún
profesor nos dijo “tienen que ir a ver eso” y fuimos. Ese día conocí la
Biblioteca. Y la primera vez que vi arte contemporáneo fue en el segundo semestre
del año 87 cuando María Morán en la clase de Diseño Básico, nos puso de tarea
ir a ver la exposición de Nuevos Nombres de María Fernanda Cardozo; que sinceramente
me dejó en blanco. Fue tan impactante la experiencia, tan traumática, que en
ese momento me propuse que algún día iba a poder disfrutar obras como esas.
Dicha muestra me generó mucha zozobra. Había como partes de concreto cosido con
alambres y como unos baldes y unas medias de nylon con cemento. Eran piezas muy
impactantes y fue la pérdida de mi virginidad con el arte contemporáneo.
H.J: ¿Tú
porqué escogiste escultura?
J.C: Como
te dije, cuando empecé a estudiar pensé que iba a ser pintor, pero desarrollé
una fluidez inimaginable en las clases de modelado. Yo podía matarme en clases
de dibujo, en clases de pintura haciendo un ejercicio y obtenía calificaciones
por debajo de cuatro; pero en modelado podía estar trabajando dormido,
distraído y sacaba cuatro con ocho… además, una pitonisa me había dicho que iba
a ser escultor.
H.J: Y
en escultura conociste a Doris.
J.C: Sí.
En mi formación hubo muchos profesores importantes, pero como pasó contigo,
Doris realmente reestructuró mi manera de acercarme al arte. Lo interesante de
ella era que le abría completamente las bandas a uno, y así se podía ir en
cualquier dirección… incluso en la dirección teórica. Eso fue muy estimulante.
Ahí fue donde me di cuenta por primera vez que realmente yo no iba a ser ni pintor,
ni escultor; porque mi mayor motivación, mi verdadera pasión en el campo
artístico está en la palabra. De hecho hice obras con palabras, pero realmente
es hablando y escribiendo que creo un vínculo real con el arte; eso lo empecé a
descubrir con ella.
H.J: Lo
que hacían bajo su tutela era impresionante. Tu grupo llegó a un nivel
sobresaliente, a un punto de elaboración tanto conceptual como de
transformación de la materia notable. ¿Qué pasó con ese grupo?
J.C: Primero
señalo que Doris logró transmitir muy bien, sobre todo a Ramón Uribe, a Imelda
Villamizar y a Silvia Gómez una metodología de digestión lenta que avanzaba
paso a paso sin la pretensión de prefigurar nunca cómo sería la obra al final;
tratando de recoger de manera ética, rigurosa e intuitiva toda la experiencia
latente en un pedazo de realidad. El primer ejercicio que nos propuso consistía
en buscar un objeto que se pudiera conectar con una anécdota concreta y luego
plásticamente explorar esa relación, para de alguna manera transformarla. En
esa exploración, que tomaba tiempo, había que trabajar muchas horas diarias,
desmenuzando, modificando el objeto; así el proyecto iba desarrollando su
propia escala y dimensión, subrayando tanto una cierta recuperación de la
experiencia corporal y material del mundo a través de la escultura; así como
una complejización del tiempo de proceso que la obra podía atestiguar en sí
misma. Ahora, lo que ocurrió al salir de la Universidad es que ellos emergieron
en un momento en el cual no existía mercado artístico, y menos para ese tipo de
arte. Entonces, ¿cómo se sustenta económicamente una persona que hace obras que
demandan tanto espacio y tiempo sin una salida económica viable? Pues tuvieron
que dedicarse a otro tipo de cosas; sobretodo a la docencia. Si un grupo como
ese surgiera ahora podría sustentarse sin problema alguno, pues ese tipo de
obras ahora no tiene ningún obstáculo en el contexto del mercado.
H.J:
¿Tuviste algún compañero en la Universidad que haya sido fundamental para ti?
J.C:
Jorge González influyó mucho en mí. Él venía de Cereté y estaba un semestre
adelante. A él le apasionaba la historia del arte, la historia universal; y a
mi me daba mamera todo eso. Pero como todo el tiempo me hablaba de historia,
para poder conversar con él empecé a ir a clases teóricas y apuntaba todo. En
esas clases empecé a darme cuenta que la teoría era lo mío. La primera vez que
saqué cinco en una evaluación fue en una clase de historia. Yo quedé aterrado.
Empecé a ir a seminarios porque le fui encontrando el gusto y Jorge me fue prestando
libros y libros. Así me ayudó a formar mi hábito de lectura, leíamos mucho. Luego
empezamos a ir a exposiciones. Teníamos un día a la semana con pocas horas de
clase, y así íbamos a ver galerías en el norte y museos en el centro. Vimos
muchas exhibiciones juntos. Entre ellas “Los Hijos de Guillermo Tell”, que me
impactó muchísimo. Así mismo vimos todas las muestras del Museo de la
Universidad Nacional y creo que la que más me impactó fue la retrospectiva de
Beatriz González del año 1990 con obras de esa última década.
H.J: Sus
obras como “la Pintora de La Corte”.
J.C: Sí.
La muestra empezaba con el televisor de Turbay y llegaba hasta las pinturas de
Higuita y de Lucho Herrera. Había una serie de piezas de esa etapa hiper experimental
de Beatriz, como las cortinas de Turbay, y luego todo ese cambio de actitud de
ella… fue una muestra maravillosa, muy compleja. La otra exposición que me impactó de igual
manera fue la de “Las Flores del Mal” de Bernardo Salcedo en la Galería El
Museo. También me impactó muchísimo en el año 91 la exposición “Nuevos
Nombres-Seguimiento” curada por Carolina Ponce de León donde revisaba el
proceso de los primeros participantes en ese programa: Nadín Ospina, José
Antonio Suárez, María Fernanda Cardoso, Carlos Salazar y Doris Salcedo. Allí
fue la primera vez que Doris mostró los muebles con concreto.
H.J: Tú
me decías a qué exposición ir o qué libro leer; así lo hiciera o no. Eras mi
informante y estoy muy agradecido contigo por eso. Pero también recuerdo que
íbamos mucho a cine. En ese momento había dos o tres cineclubes buenos en la
Nacional. Estaba el de Medicina, el de Arquitectura…
J.C: Y
el de Economía. Yo iba a este a medio día. Y por la noche iba al de Medicina
que casi siempre proyectaba cine alemán. Allí recuerdo haber visto Effi Briest
de Fassbinder, que me pareció la película más aterradora. No sabía que existía
un cine que fuera así. Quedé traumatizado y me volví fanático de Fassbinder. La
película es en blanco y negro, está llena de citas directas al libro de
Fontane, del cual parte. Primero aparece el texto escrito en la pantalla, luego
los personajes lo leen en voz alta y casi siempre actúan frente a espejos.
H.J:
Ahora que hablabas de Nuevos Nombres, me hiciste acordar de Germán Martínez y
Manuel Romero. Ellos también hicieron parte de ese programa. Yo aprendí mucho
de ellos y de Carlos Mery y Mauricio Villamil. Ellos estaban un semestre arriba
y hacían cosas maravillosas, se tomaban los espacios y activaban la energía de
una carrera como a punto de caer en el letargo.
J.C: Claro,
ellos hicieron una exposición con sus trabajos de clase en el hall del segundo
piso de Artes. Carolina fue a verla, allí los conoció, les siguió la pista y
por eso los invitó luego a Nuevos Nombres.
H.J: A
mi no se me había ocurrido que uno podía pedir un espacio y hacer una
exposición semejante. Los trabajos eran increíbles y el montaje impecable. Me
impactó que compañeros míos hicieran algo así. Fue una acción ejemplar, tanto
como exhibición, como declaración de principios. Y recuerdo que también
intervinieron la copia de la Venus de Milo que está en la entrada del edificio
de Artes. ¿Te acuerdas?
J.C: Sí.
Acompañados de Olga Lucía García hicieron una serie de intervenciones a esa
estatua. Lo triste es que la directora de carrera los acusó de vandalismo. La
Venus estaba llena de grafitis obscenos y ellos la pintaron de azul. Luego le pintaron estrellas blancas y
quedó como una cita a la bandera de Estados Unidos. En la Nacional hacer eso en
aquel entonces era muy peligroso porque parecía un acto imperialista. Y a punta
de estrellas blancas superpuestas, que iban pintando poco a poco, por las
noches, sin que nadie se diera cuenta, quedó de nuevo blanca. Después le
pusieron un laberinto negro cortado en papel Contact. Se sacaron un ojo
recortándolo, lo diseñaron para que quedara como expandiéndose desde el ombligo
hacia fuera. Luego la envolvieron en papel Kraft haciendo referencia a Christo
Javacheff… en fin, hicieron como siete intervenciones.
H.J: En
una de las intervenciones finales pintaron el cuerpo de La Venus de color piel;
la túnica la pintaron de verde quirúrgico y desde la boca hasta el vientre
pintaron sus órganos internos. Era fantástico.
J.C: Sí.
Quedó como si fuera una ayuda médica, un modelo para clases de anatomía. Todo
esto fue un trabajo enorme, hecho con muchísimo, muchísimo esfuerzo. Y después
los acusaron de vandalismo, con el agravante de que podían castigarlos con la
expulsión. Fue una cosa gravísima. Ellos tuvieron que presentar una
justificación teórica por escrito, explicando porqué estaban haciendo eso.
Manuel y Germán redactaron ese documento, presentando todo ese proceso de
intervención como una obra plástica y afortunadamente, al final desestimaron la
acusación.
H.J: Recuerdo
que Manuel Romero y Olga Lucía García también pintaron las mesas de Barbarie,
el ya mítico bar de Héctor Buitrago en La Candelaria. Y por eso nos invitaron a
la inauguración del lugar. Yo no estuve en la inauguración, pero sí lo conocí y
fue una experiencia extrañísima. La música, la gente, el ambiente eran como de
otro planeta. Allí comenzó mi gusto por los bares alternativos. Gracias a Óscar
Pinzón y a Efrén Aguilera, compañeros de carrera, conocí el parche de las
casetas de discos importados de la 19 donde buscaba y coleccionaba
afiebrádamente lo que sonara raro. Puedo decir que aprendí cantidades en los
bares alternativos, en aquellas tiendas de discos y yendo de visita a escuchar
música donde amigos como Efrén, Óscar y Carlos Mojica. Y aquí tengo que
subrayar una experiencia inolvidable, que me nutrió mucho. Fue cuando Mauricio
Villamil y Carlos Mojica invitaron a tocar a La Pestilencia, en 1988 dentro de
un ciclo de conciertos gratuitos que ellos producían con el apoyo de Bienestar
Universitario. Este toque se llevó a cabo en la entrada de Arquitectura. La
Pestilencia no pudo tocar sino tres canciones, pues los mamertos sacaron a punta
de piedra y botella a la banda y a los diez punks que los acompañaban. Y luego
se armó todo un debate en La Plaza Ché: los mamertos decían “esa es música del
Imperio, es la música del amo y no tiene cabida en la Universidad Nacional” y nuestros
amigos respondían “La Pestilencia es el grupo más político y crítico que hay en
Bogotá, sólo hay que prestarle atención a las letras”. La cosa es que ambas
posiciones me parecieron válidas. En ese debate entendí que es bueno desconfiar
de aquello que me gusta. Me di cuenta que debía cuestionarme todo, mis valores,
mis prejuicios; porque, al fin y al cabo, me han sido inculcados por otros. Me
di cuenta del peligro de parcializar la mirada y volverse un intransigente. Me
di cuenta que puedo ser mi propio enemigo. Las cosas no son tan sencillas. Eso
es muy duchampiano. Alguna vez me citaste a Duchamp y me dijiste que él soñaba
con una moneda transparente que cuando se arroja al aire y cae no es cara o
cruz; sino cara y cruz: las dos opciones a la vez. Bueno y malo, blanco y
negro, hombre y mujer, vertical y horizontal, arte y no-arte. Todo a la vez.
J.C: El
gusto se debe educar. Pienso que uno debe estudiar, analizar con cuidado lo que
a uno le gusta. Porque ese gusto es la marca de la ideología que nos domina. Doris
me decía que uno de los mayores placeres en la vida era lograr trabajar ese
gusto adquirido, expandirlo, complejizarlo y así tener la posibilidad de disfrutar
cosas que de otra manera hubiesen sido imposibles de aceptar.
H.J:
¿Qué aprendiste a disfrutar de esa manera?
J.C: En
música a Steve Reich, o a La Monte Young. En cine, a demás de Fassbinder, está
la primera película que vi de Peter Greenaway, “Drowning By Numbers”, que me
pareció alucinante, absurda y a la vez rigurosísima. La disfruté plenamente. Y
disfruté mucho “Corazón Salvaje”, de David Lynch. Esa la vimos juntos en el
Teatro Palermo. ¿Te acuerdas? Salimos de clase sobre el tiempo y cuando nos
sentamos estaba Nicolas Cage reventándole la cabeza a alguien al ritmo de heavy
metal; era un reguero de sesos, y me dije: “Esto va a estar complejo”. Esa
película fue como mi marca generacional. Vi “Blue Velvet” después y creo que es
una película extraordinaria; pero la que me marcó realmente fue “Corazón
Salvaje”.
H.J: En
cambio yo vi “Blue Velvet” primero. Y fue tal el impacto que salí del cine con mareo,
con ganas de vomitar. Me gustó mucho y me desagradó a la par. Mezclaba sin
vergüenza lo sublime y lo grotesco, lo cursi y lo aterrador. Era delirante. Jaime,
¿qué tipo de música escuchabas cuando entraste a la Universidad?
J.C: A
mi me gustaba únicamente cierto tipo de rock, y de música clásica. Y en la
Universidad me puse a escuchar aquello que no quería escuchar para extender mis
parámetros; hasta que llegó un punto en el cuál dije: “Ya está. Nadie me puede
hacer daño, todo lo puedo disfrutar.”
H.J: Eso
puede resumir un poco lo que pasó con nuestra formación.
J.C:
Recuerdo que tú llegaste a la Universidad escuchando Mecano.
H.J: Sí.
Me encantaba. No puedo negarlo. Y a veces lo vuelvo a escuchar. Y en primer
semestre empecé a escuchar a Silvio Rodríguez, obvio.
J.C:
Musicalmente fui educado por mis hermanos mayores y conocí a Silvio Rodríguez
cuando estaba en primaria. En la Universidad, una década después, lo tenía claro:
“Yo ya escuché a Silvio, ya escuché a Mercedes Sosa y eso es del pasado”.
H.J: ¿Te
acuerdas en la clase de Audiciones Analíticas cuando Ellie Anne Duque llegó con
un casete de Leo Masliah y puso su canción “La Recuperación del Unicornio”? Fue
buenísimo. Nos reímos mucho. Masliah fue otro de esos descubrimientos increíbles
que le debo a la carrera. Minimalista, conceptualista, virtuosísimo y
graciosísimo. Él es uno de mis músicos favoritos y lo conocí gracias a Ellie
Anne.
J.C: ¿Qué
tal como ella argumentaba la forma sonata, citando a Hegel y la dialéctica? Aquí
está la primera línea melódica, aquí la segunda, aquí se juntan las dos, aquí
se arma la discusión y aquí está la solución. Hipótesis, antítesis, desarrollo
y conclusión. Y luego remataba: “La sonata es una forma dialéctica”. Ellie Anne
era muy aguda.
H.J: Tú
que has sido también profesor, ¿piensas que se puede enseñar a ser artista?
J.C:
Durante un tiempo sentí que me enseñaron a ser artista porque al entrar a la
Nacional no tenía idea de qué era eso. Pero ahora creo que lo que realmente se
enseña o se transmite, es la pasión o el deseo de saber y de aprender. Y eso
creo que aplica a cualquier campo. Lo importante es que el profesor de química
o de matemática logre transmitir esa pasión por saber, por conocer. A mí me lo
dispararon de una manera tan salvaje que me la pasé años en la biblioteca
investigando y descubriendo.
En la Universidad mi único interés en la vida era saber más de aquello que estaba empezando a conocer.