Lina Sinisterra en la Galería Santa Fe
Publicado en: Artnexus. no. 124.
Año: 2010
En el mes de mayo se presentó en la Galería
Santa Fe Quiero 115 mil veces de Lina
Sinisterra. Fue una propuesta ganadora de una convocatoria pública, que es uno
de los mecanismos con los que se configura la programación de este espacio de
exhibición. Dada la peculiar morfología
de la sala, un paralelepípedo curvado, esta sala le ha dejado claro de manera
contundente, a los artistas y espectadores, que un espacio expositivo no es
neutral, ni transparente; sino opaco. Curiosamente,
desde hace por lo menos dos décadas, vienen circulando en el contexto
internacional discursos teóricos que nos han hecho entender que todo espacio de
exhibición –incluido el cubo blanco- es igualmente opaco e interferente para
las obras.
A comienzos de los noventa, se perfiló el uso
de la Galería Santa Fe (antigua sede del Museo de Arte Moderno de Bogotá -en los
setentas-) como escenario de circulación del arte contemporáneo. Paulatinamente
desde ese momento, muchos artistas han ido considerando sus rasgos físicos,
como uno de los ingredientes dentro del proceso creativo de los proyectos que
allí se presentan. El Premio Luis Caballero, emblemático de este
espacio, fue uno de los detonantes principales para identificar la necesidad de
considerar los (d) efectos de esta sala como una ventaja, antes que como un
obstáculo para las propuestas artísticas que se exhiban allí. La
convocatoria en la que obtuvo un premio el proyecto en mención por un interés similar.
Quiero
115 mil veces, estaba concebida para responder a la
lógica del recorrido de la Galería Santa Fe y consistía básicamente en una
instalación conformada por una frase, escrita mediante la adhesión de 115 mil
dulces o golosinas al muro más largo de la sala (de 50 metros de extensión)
ubicado al frente de la puerta. Se acompañaba de varias maquinas expendedoras
de dulces, que requerían de 10 monedas de 200 pesos colombianos
(aproximadamente 1 dólar). La frase
escrita era “Comer del arte quiero”. La artista mencionaba que uno de los intereses
de esta obra era generar un cuestionamiento a la comercialización del arte y al
trabajo de los artistas dentro de la sociedad de consumo, razón por la cual le
interesaba cobrar 2.000 mil pesos colombianos por los dulces. Así mismo anotaba que la obra funcionaría como
una suerte de statement, porque podría
estar indagando acerca de las posibilidades reales que tendría un artista para
“vivir del arte”. Igualmente hacía mención al carácter interactivo de la obra
por la posibilidad de los espectadores de “consumirla” en dos sentidos a la
vez; comiéndola y pagándola. Leer los anteriores
argumentos deja una serie de preguntas acerca de la manera en que se puede
llegar a cuestionar el “exceso de consumismo” como ella lo llama, con la
alusión al arte como mercado laboral –latente en la frase instalada-, o como
lógica del capital –subyacente al intercambio económico por los dulces- o como
el consumo pasivo –ejemplificado por la hipótesis de espectador que postula la
obra-.
Al examinar la obra con mas cuidado, parece
que todos sus elementos constitutivos se basaran en una misma lógica, porque se
proponen para una sola dimensión de experiencia., explorando aspectos
estéticos, semiológicos, cognitivos e
ideológicos similares. Por esto se dirigen a sensaciones, emociones, ideas y representaciones
culturales bastante homogéneas. Gerardo Mosquera, señalaba que la mejor manera
de entender la necesaria e inevitable coexistencia de diversos tipos de
emociones humanas dentro de la dimensión estética del arte, surgiría de
compararla con el gusto del paladar. Así como la degustación pasa de lo dulce a
lo salado, involucrando en el camino lo ácido, amargo, picante o agrio; la
experiencia estética se mueve de lo bello a lo feo, pasando por lo dramático,
patético, sublime o aterrador. Ambos admiten combinaciones inusitadas entre
todos los estadios.
Quiero
115 mil veces, apuesta a la vista, el olfato, al tacto
y al gusto, para acercarse al modelo de espectador que presupone. Pero lo hace
mediante un conjunto altamente limitado de experiencias. Volviendo a la
comparación anterior, es paradójico que mientras experimentamos certeza
absoluta ante la naturaleza de la mayoría de sabores no tenemos más que dudas,
disputas y discusiones en torno a las categorías estéticas. Todas se nos
revelan como relativas y relacionales. Si bien la naturaleza de las emociones
humanas podría ser similar entre varias personas, los hechos que las motivan
son eminentemente culturales, de ahí que lo que a unos parece bello a otros
resulta repugnante o lo que a algunos apacigua a otros intranquiliza (al igual
que el paladar). La preferencia de las personas adultas por las comidas “de
sal” tal vez pueda explicar la oscura y no siempre aceptada fascinación por las
emociones negativas.
Precisamente es de emociones negativas de lo
que adolece Quiero 115 mil veces, lo
que implica que metafóricamente le “falte sal”. Es extraño que para la artista el deseo sea la
base de la sociedad de consumo, porque ese término, bien comprendido, sustenta
las más oscuras fantasías del ser humano, como ocurría marginalmente en este
proyecto, con los carteles que advertían a los espectadores sobre el peligro de
comer los dulces pegados a la pared por la presencia del pegante. El único
camino era comprarlos. Recuerda la perversión de una inquietante muestra,
realizada en los ochentas cuando la Sala Santa Fe estaba en el limbo (después
del MAM y antes de lo que es ahora) cuando se exhibieron dulces tradicionales colombianos,
de llamativos colores, pero acompañados por un pequeño cartel, encabezado por el
símbolo de peligro, que advertía que tenían veneno.
Este último ejemplo lo traigo a colación para
recordar que las obras de arte necesitan albergar la experiencia de su opuesto
de modo que le permitan a los sujetos afiliarse a sus propias fantasías e
interactuar según su propio deseo. Esto si desestabiliza la lógica del capital
(en donde todo se cambia por una sola co$a) que es lo que subyace a la sociedad
de consumo.
Jaime Cerón